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Tras una rapidísima explicación previa, los cinco visitantes entran a las 11.30 horas en la neocueva y pasan de largo en la primera de las paradas del recorrido. También en la segunda, en la tercera... Apenas se detienen en la zona que recrea el acceso a la cavidad, en la esquina donde se ve cómo interactúa una familia de hace 20.000 años ni en el yacimiento que simula la zona de trabajo de los investigadores. Pasan directos a la sala de los polícromos, una réplica exacta de la que hay en el interior de la Altamira original. Todo lo anterior se lo saltan y en menos de media hora están de nuevo en el hall del museo. Hasta este punto del relato, cualquier podría imaginar que Renata, Marta, Juan Pedro, Daniel y Joaquín tuvieron ayer mala suerte y les tocó una guía con pocas ganas de trabajar. Pues todo lo contrario. Ni Marta Martínez –ella es la guía y, por cierto, tiene la capacidad de conseguir que la experiencia única que están a punto de vivir los integrantes de su grupo sea aún más intensa– se ha levantado con mal pie, ni ellos se van a ir de Santillana del Mar con un sabor agridulce. «Es como si nos hubiese tocado la lotería», explica Juan Pedro, el primer visitante que entra este 2024 en la cueva original. Una de esas 4.000 personas que llevan más de dos décadas inscritas en la lista de espera para conocer una de las grandes joyas del arte rupestre del mundo.
Los dos grupos de este sábado (en total pueden acceder cinco personas por semana) se inscribieron en enero del año 2000 y hasta octubre de 2023 no recibieron la llamada de Altamira. «Ya ni me acordaba de que lo había echado», apunta este vecino de Cartagena, que junto a dos amigos ha venido a Cantabria expresamente desde Murcia para la ocasión. Haciendo memoria, recuerda los pasos que siguió entonces. Llamó por teléfono y le informaron de que había que mandar una carta certificada. Guardó el resguardo, pero dos años después recibió la carta que escribió José Antonio Lasheras, exdirector del centro, disculpándose por la decisión del Patronato de Altamira de clausurar las visitas por motivos de conservación. Y perdió ya todas las esperanzas. Así que lo de ayer fue «todo un regalo de Reyes un poco atrasado», como celebra Marta, que junto a otro amigo, Daniel, ha hecho el viaje en coche desde Murcia a Cantabria. Los tres colegas, aficionados a la espeleología y a todo lo que tiene que ver con las cuevas, han aprovechado la estancia para visitar también monte Castillo y Hornos de la Peña.
Juan Pedro tenía tres plazas –reconoce que no se lo ha dicho a nadie más de su entorno para que no hubiese empujones por conseguir uno de los huecos–. Joaquín, de Torrelavega y el único que sí había visitado ya la cueva original «hace más de 40 años, era el titular de las otras dos. En su caso, la acompañante es su cuñada Renata. Él si tenía en mente que estaba en la lista para entrar en Altamira. Conserva un fax, aunque 24 años después la tinta es ya ilegible. Por suerte, en Santillana del Mar tienen copia.
«Además de guía, también me toca a veces contactar con la gente que está en la lista de espera y la reacción cuando les avisamos es de muchísima emoción. La primera reacción siempre es de sorpresa y después de alegría», cuenta Marta, que también apunta que después de tanto tiempo no siempre es fácil contactar con los interesados. A veces han cambiado de teléfono, otras no dejaron ningún correo electrónico –entonces no era tan común tener una cuenta–, pero hacen todo lo imaginable para no pasar turno.
«No entiendo mucho de arte rupestre, pero claro que noto la diferencia. La sensación no es como en la réplica»
«Ha valido la pena el viaje. Aunque sean pocos, es una fortuna que pueda seguir entrando gente a verla»
«Ya ni me acordaba de que había echado la solicitud para entrar en 2000. Nos ha tocado la lotería»
«No tiene nada que ver con la neocueva. Esto es una cavidad viva, se ve cómo crecen cristales»
«Esta es la segunda vez. Ya estuve hace 40 años o más. Casi no lo recordaba e impresiona. Es la bomba»
Son muy pocas las personas inscritas –hay reservas para más de diez años y por ahora la bolsa está cerrada– que renuncian y nunca por falta de interés, siempre por motivos de salud o porque viven lejos y les es muy difícil desplazarse. Porque la mayoría son españoles, pero también hay muchos franceses, ingleses, alemanes o estadounidenses: «Dicen que los españoles somos más pasionales, pero ellos también viven la experiencia de entrar en la cueva con mucha intensidad. Es emocionante verles salir con los ojos húmedos y excitados».
Como los afortunados de cada semana, la experiencia de ayer arrancó en la neocueva, donde recibieron una explicación específica, distinta al del visitante común. Muy centrada en las pinturas. Les hablan de los motivos elegidos por los artistas (animales o simbólicos), de por qué se repiten por toda la cornisa Cantábrica, de las técnicas, de la situación de las figuras más imperceptibles... Les cuentan prácticamente todo menos el sentido de ese arte, «una respuesta que, por mucho que siga avanzando la ciencia y aunque existen distintas teorías, nunca conoceremos con certeza». Un máster acelerado para que cuando entren después en la Altamira original no haya que hablar, solo disfrutar.
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«Ya conocemos Altamira. Ahora vamos a ir a Altamira», dice con voz solemne la guía antes de dirigir al grupo hacia la cavidad. En la antigua casa de los guardeses, que durante principios del siglo XX estuvo primer museo –de unas dimensiones muy pequeñas, nada que ver con el actual–, se encuentra ahora el lugar donde los visitantes se ponen los buzos de protección (EPI) para que el impacto de la presencia humana en el interior sea el menor posible. Equipados con una mascarilla y una pequeña linterna frontal, avanzan hacia la puerta de Altamira por una pasarela para tratar de evitar la entrada de impurezas adheridas en las botas, que antes han pasado por un líquido desinfectante. «12 horas y 32 minutos». La responsable de seguridad canta la hora por el 'walkie talkie' para apuntarlo en el registro y que no dure más de los 37 minutos estipulados por los científicos. A las 13.09 horas, salen puntuales. Las caras lo dicen todo y Renata lo resume: «Ha valido la pena esperar 24 años para vivir esta experiencia».
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