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'Blade Runner' no son las andanzas de Rick Deckard a la caza de replicantes. No es el último aliento de Roy lamentando esos momentos que se pierden como lágrimas en la lluvia. No es la oscuridad de Los Ángeles ni las luces de neón ... que iluminan la distopía de Ridley Scott. No son las Puertas de Tannhäuser. Tampoco las naves en llamas más allá de Orion. ‘Blade Runner’ es la historia que nunca nos contaron de Rachael. El personaje interpretado por Sean Young, una de las mujeres más inquietantes y melancólicas que recuerdo, sólo comparable a la Laura Palmer de David Lynch y a la Madeleine de 'Vértigo', siempre estuvo ensombrecido por la fuerza de Rutger Hauer, la belleza salvaje de Daryl Hannah y, por supuesto, el encanto distraido de Harrison Ford. Pero cuando pienso en 'Blade Runner' sólo recuerdo la mirada de Rachael en la oscuridad, con esos ojos negros y vacíos– luego entendí que robóticos– pidiendo a gritos una respuesta que el guión siempre le esquivaba, más pendiente de aplacar la gula metafísica y filosófica de otros aprendices de humanos.
Cuando vi por primera vez 'Blade Runner', hace ya veinte años, nada en la película me pareció tan desolador como la fragilidad de Rachael. Ella era la última versión, la más sofisticada, de los replicantes fabricados por el Doctor Tyrell. Y se creía humana hasta las entrañas. Los culpables eran los implantes en su cerebro de los recuerdos de la sobrina de su creador. Cuando cerraba los ojos veía el columpio en el patio trasero de su casa, a sus padres, los cumpleaños de su infancia... ¿Y no es precisamente la conciencia, la memoria de quienes somos, lo que configura nuestra identidad? ¿Hay algo que nos haga más humanos que eso? ¿Lo era ella menos que nosotros sólo porque su código genético fuese de plástico y silicona? Dudé entonces y dudo ahora, después de haber asistido a un debate heredado por muchas otras películas que sucedieron a 'Blade Runner', como 'Inteligencia Artificial', 'Bicentennial Man', 'Ex-Machina' y 'Sayonara', primer filme rodado con un androide real como protagonista. Todas ellas se hicieron las mismas preguntas y ninguna terminó de responderlas.
Hay una paradoja en ese futuro construido sobre la novela de Philip K. Dick: frente a unos humanos hastiados, los replicantes tienen una ansia irrefrenable por vivir. Hasta el extremo de que Rachael, mientras vive engañada en su falsa humanidad, se siente cómoda con su frialdad, con su aparente falta de sentimientos, y se muestre hierática ante Deckard. Ni siquiera cuando el caza-replicantes le somete al test de Voight Kampff para detectar su grado de empatía, y saber así si se encuentra ante un robot o una persona, ella se inmuta: «¿Que haría si está viendo la televisión y una avispa le sube por el brazo? / La mataría».
Solo cuando empieza a sospechar que sus tripas y sus huesos no son orgánicos, es cuando su mirada, sus gestos y sus silencios revelan esa Rachael trágica, perdida en ese mundo pesimista que ya ha dejado de ser su hogar. Un futuro exagerado como sus labios encarnados, su maquillaje y su melena recogida en un cardado hiperbólico. Atrapada entre los silencios y los claroscuros como una modelo de Gerrit Dou. Mientras acaricia las fotos en blanco y negro que guarda en su casa Deckard, borracho en el sillón, Rachael empieza a ser consciente de su artificialidad. Y es entonces, solo entonces, cuando más humana se revela. Cuando deja libre su pelo, se quita la chaqueta y toca el piano mientras Deckard, ya despierto, se acerca: «He soñado con música / No sabía si sabría tocar».
Mientras el resto de replicantes huye, mata y grita al ser conscientes de su mortalidad –su fecha de caducidad–, al contrario que aquellos personajes del cuento de Borges, apáticos al saber que nunca iban a morir, a Rachael sólo le preocupa su individualidad. Si es una máquina, ¿por qué siente amor? ¿Por qué quiere llorar de pena? ¿Cómo puede sentir alegría y tristeza? ¿Son sólo reacciones artificiales provocadas por los implantes de sus falsos recuerdos? Incluso Deckard, que se resiste a verla como una máquina, le obliga a decir en voz alta sus sentimientos. La fuerza aún a sabiendas de que ella no entiende el significado real de un 'te quiero'. O quizás sí.
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