Me siento en el sofá, miro mis manos con extrañeza. Pienso en si el coronavirus...
Cuadernos de excepción, día 3 ·
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Cuadernos de excepción, día 3 ·
El día que se decretó el confinamiento, andaba yo con el pelo un poco largo. En un primer momento, como las peluquerías iban a permanecer abiertas, pensé en reunir el valor suficiente para ir a cortármelo, arriesgándome a ser contagiado. En esas estaba ... cuando el Gobierno rectificó y anunció el cierre de las peluquerías. No me queda otra que esperar o, si el encierro se alarga demasiado, cortármelo yo mismo como pueda. Abandonarse es el comienzo de la barbarie. Supongo que por eso, tras unos días con ropa de estar en casa, me pongo una camisa para ir al supermercado.
Me invitan, en la entrada de la tienda, a que utilice unos guantes de plástico. Me los pongo. Recorro los pasillos y procuro no acercarme demasiado a otros clientes. Escojo los productos intentando no perder la concentración, para ello recurro a un mantra que canturreo una vez y otra dentro de mi cabeza: no te toques la cara, no te toques la cara, no te toques la cara. Y no me la toco. Hay que ver las cosas que uno consigue cuando se lo propone. Para no parecer un vándalo obsesivo, hago una compra pequeña: fruta, verdura, comida para el perro. La cajera, con guantes de látex y una mascarilla, ni siquiera me pregunta por la niña. Se la nota agotada, parece estar más harta de gente como yo que del coronavirus. Recuerdo una afirmación que he leído en un artículo en Internet: «La romantización de la cuarentena es un privilegio de clase». Y es verdad. Me quito los guantes con cuidado y los intento depositar en una papelera pero la puerta se abre y salen volando. Los vuelvo a coger, ya no sé si los estoy tocando por el revés o por el derecho. Los vuelvo a dejar en la papelera. Vuelven a salir volando, se elevan y giran en el aire igual que las bolsas que bailan con el viento en 'American Beauty'. Los persigo dando saltitos, como el que intenta atrapar unas mariposas. Los vuelvo a coger y los hundo con firmeza en la papelera. Al hacerlo toco otros guantes y siento un escalofrío, seguro que están contaminados. Saco el gel hidroalcohólico y me limpio las manos inmediatamente. Regreso a casa y me lavo de nuevo las manos, esta vez con jabón, dedo a dedo, de manera concienzuda y durante más de un minuto.
Me siento en el sofá, miro mis manos con extrañeza. Pienso en si el coronavirus se habrá posado en ellas en algún momento o si estará incluso retozando aún sobre mi piel sin que yo lo vea. Abro completamente las manos, las estiro, coloco las palmas frente a mis ojos. Las contemplo como si sospechara. Finalmente, pregunto: ¿estás ahí?
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