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35 horas, 17 minutos y 35 segundos a la carrera. Un día y medio. Ese fue el tiempo que duró nuestro reto, el mío y el de Pablo Criado, de contar desde dentro el Tot Dret, uno de los ultratrail más duros de Europa, ... con sus 132,7 kilómetros entre Gressoney y Courmayeur, en el italiano Valle de Aosta. Paramos el reloj a las 8.17 horas de ayer viernes, después de ver amanecer justo a los pies del Mont Blanc. Desde allí, tras una segunda noche de marcha con todo tipo de contratiempos, se puso fin a un día con dos madrugadas a la carrera. Ahora que ya todo pasó, la lectura de cómo es una prueba así y de qué es lo que ocurre mientras transcurren este tipo de carreras tan demando por los corredores adquiere una connotación épica. La imprevisibilidad de todos los factores que las rodean la convierten en únicas.
El pasado jueves, a última hora, partíamos ya hacia el último de los collados de la prueba, el Col de Malatrà (2.925 metros, aunque según el libro de la organización eran 2.936), el techo del Tot Dret. Las previsiones, que habían mejorado con respecto a las de la primera hora de la mañana, volvieron a tornarse. En cuestión de horas, la carrera cambió. El corredor de trail lo sabe, pero aún así se le rompen los esquemas cuando ocurre. «Viento fuerte en cota alta y temperaturas bajo cero. Obligación del uso de crampones». Al llegar al puesto de control, el parte hacía temblar. Nos restaban 30 kilómetros, los últimos después de haber completado 100 y el éxito de nuestro objetivo de llegar hasta el final se difuminaba. El nuestro, como el de tantos que aún no habían cruzado por esa zona. Si algo me ha enseñado la carrera –y así he querido transmitírselo a todos los lectores- es que en la montaña no se puede dar nada por hecho. Mucho menos en la alta montaña como fue el caso, en pleno corazón de Los Alpes. Nada. Allí todo es muy grande e impredecible; hacer pronósticos es algo arriesgado. Y así fue lo que pasó. Nos abrigamos de arriba abajo con toda la ropa que teníamos especial para la ocasión, de la misma manera que hacen cada día y en cada carrera los participantes ante algo así; pantalón y guantes de gore-tex, camisas térmicas, cazadoras… A 3.000 metros de altitud si el frío se apodera de ti estás perdido.
Ascendimos hasta el refugio, a unos 300 metros de la cumbre. Por el camino la temperatura iba bajando hasta descender a cero grados. Afortunadamente se plantó ahí y logramos superar esos últimos 300 metros, a través de una rampa con unos desniveles de vértigo, pisando la nieve con crampones. El silencio allí arriba impone. Te hace pequeño. El corredor de ultratrail de montaña tiene que gestionar estas circunstancias sin dudas y de manera automática. Si a los pies de la montaña le hacen una previsión de lo que sucede en la cima debe subir completamente preparado. Cualquier error puede poner en peligro al propio corredor y a las personas que cuidan de su integridad.
Eran las 4.00 horas cuando Pablo y yo pisamos la cumbre. Los comisarios y guías de montaña se colocaron en el refugio más cercano a la zona más delicada y desde allí minimizaban cualquier imprecisión. Debido al frío y a las condiciones meteorológicas las previsiones de tiempo de llegada a la meta se nos fueron un tanto; luego se quejaron mis rodillas y el tendón tibial de mi pierna izquierda. Estos dos matices nos hicieron –un favor, por otro lado– retrasar el final de la prueba justo cuando al coloso ‘Blanco’, al Mont Blanc, le azotaban con fuerza los primeros rayos de sol. Mereció la pena no poder correr los últimos quince kilómetros y tener que mantener el mejor ritmo posible a fuerza de andar ligero, pero sin apenas trotar. Una tortura que duró más de tres horas. Los paisajes son otra de las virtudes que tiene este deporte. Inolvidables.
Nunca imaginé que en la alta montaña los descensos debilitasen tanto o más el cuerpo que los temibles ascensos. La continua acción de retener para que el cuerpo no se abalance al vacío devasta la musculatura y las articulaciones. Eso fue lo que les ocurrió a mis rodillas. Dijeron ‘Basta’. Esta última circunstancia nos retrasó mucho y acrecentó los nervios de los familiares y amigos. En el Tot Dret los acompañantes de los corredores viven pegados al móvil y a la tecnología, su única manera de poder saber si su familiar o amigo sigue en carrera y no ha sufrido ningún contratiempo. Nervios tanto de día como de noche.
El Tot Dret te enseña que dado que la montaña es la que manda, el corredor debe minimizar cualquier error y autogestionarse. Pablo Criado lo sabe y por eso su experiencia le hizo también tomar una decisión sobre la marcha. Al llegar al refugio de Frassati, cuando la nieve imponía respeto, decidió que durmiésemos un poco antes de partir. Fue escasamente media hora, lo justo para despejarse después de 26 horas sin dormir corriendo por Los Alpes. En este tipo de carreras, la organización habilita habitaciones con camas para este tipo de situaciones. Yo estaba con los ojos como platos y no me hizo falta; probablemente el respeto –y miedo, por qué no decirlo– que me suscitaba ese Col de Malatrà nevado por donde teníamos que pasar y el frío que amenazaba me mantuvo despierto. La noche fue muy larga y más dura que la anterior; el sueño y cansancio son un cóctel que cuando trabajan a la vez se hace muy difícil de controlar. Esta es otra de las situaciones que he podido palpar desde dentro; la madrugada del jueves comprobé la dureza de estas carreras y la lucha que muchos corredores se autoimponen para superar el sueño y seguir compitiendo. Es conmovedor ver cómo los participantes echan ‘un sueño reparador’ de apenas quince o veinte minutos sobre la mesa de un avituallamiento y continúan subiendo montañas. La exigencia de la carrera italiana habla por sí sola: 375 participantes tomaron la salida y tan solo 85 la completaron, la pareja de El Diario entre ellos. 290 corredores se retiraron o fueron excluidos de la prueba por no superar los tiempos de corte en cada uno de los picos.
Y así las cosas, y después de que en el Valle de Aosta suscitara la atención el proyecto de El Diario Montañés de contar por dentro su carrera predilecta, ayer le pusieron en la localidad de Courmayeur cara al ‘giornalista’, del que durante unos días todos hablaban sin conocer. Fue a las 8.17 horas, cuando atravesamos este pueblo alpino con las banderas de Cantabria y El Diario Montañés entre aplausos de los vecinos. La rampa a través de la cual se accede al arco de meta fue el último servicio que hicieron mis rodillas; desde entonces me recuerdan, cada vez que las doblo, que fueron 132,7 kilómetros y 35 horas corriendo por Los Alpes. Un día y medio para intentar contar los secretos –algunos, otros muchos se quedaron en el tintero– que esconde la práctica de un ultratrail de alta montaña.
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