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Ayer en Alcorcón, cuando en el minuto setenta y uno, con un sonrojante tres a cero escociendo en el marcador, Íñigo Vicente corrió hacia la banda donde Sangalli y Aldasoro esperaban por los cambios, un sudor frío recorrió la frente de muchos racinguistas: ¿de verdad ... íbamos a entregar ya la cuchara? ¿Y de esa manera? En ese momento, costaba mucho reconocer al mismo equipo que hacía menos de una semana estaba virtualmente en posiciones de liguilla de ascenso, encandilando con su juego y dando la grata sorpresa de que hasta sus centrales –léase: Álvaro Mantilla– remataban como Van Basten. ¿De verdad era aquel Racing el de las jornadas anteriores? ¿Qué nos estábamos perdiendo?
Sería una falla en el continuo espacio-tiempo, una perturbación en la fuerza o tal vez eso que llaman el karma, pero la verdad, simplemente, es que habíamos tentado demasiado a la suerte: aquello de que el Racing ganase tres partidos seguidos no era normal. Al menos, dentro de la tradición de un club que en el ADN tiene muchas cosas, empezando por la entrega y la raza, pero lo de encadenar victoria no es precisamente una de ellas. Tocaba, pues, hacer la paparda, y compensar los tres triunfos con desastres consecutivos. O recuperar una de los típicos milagros racinguistas, el de resucitar muertos. Pero vamos, que tampoco pasa nada: las tradiciones están para eso, para cumplir con ellas.
Y es que lo sucedido el sábado en el campo madrileño no admite demasiadas explicaciones: el once tipo del míster salvo el punta, tocado, haciendo lo de siempre. O más o menos lo de siempre, porque en esta ocasión nada funcionaba. En cambio, al rival le salía casi todo. Quizás los amarillos le pusieron un punto más de intensidad, puede que fueran algo más rápidos, pero la diferencia era tan sutil que en modo alguno justificaba un resultado tan contundente. Sin embargo, si tu Ekain no ve puerta y su Jacobo las clava como Goicoetxea en el 94… Difícil combatir entonces contra los elementos.
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Pero estábamos en el minuto setenta y uno, con Vicente corriendo hacia el banquillo. Falsa alarma: José Alberto no quería sentar a su estrella, sino darle instrucciones. Luego, además, la fortuna quiso sonreír levemente a un Racing que ya estaba sacando fuerzas de flaqueza, y el VAR hizo retroceder el marcador hasta el dos a cero. No es que fuera mucho, pero sí una invitación a que el equipo tirase de casta y siguiera compitiendo con dignidad. Cierto que luego se encajaría un gol más, y durante unos minutos el Racing parecía desconcertado y a merced de su rival, pero hay que tener en cuenta lo fácil que es brillar con el marcador a favor. Y lo que cuesta no precipitarse en medio de una debacle.
Lo malo, claro, es que la derrota de ayer duele especialmente y por motivos más allá del deporte, porque el Alcorcón, o más bien su directiva, nos traía ya contentos. La jugarreta de cobrar la entrada como si en lugar de en el campo de Santo Domingo se jugase en el Bernabéu, encima les salió bien, porque los racinguistas estaban dispuestos a pagar cualquier precio por ver a su equipo. Y el equipo no pudo sobreponerse al maleficio de las matemáticas racinguistas, ese tres por tres diabólico –tres papardas para compensar tres alegrías–, pero sí pareció invocar a un madrileño épico, el músico Leiva, que suele incluir en sus conciertos un particular agradecimiento: «Somos conscientes del esfuerzo de pagar una entrada, sobre todo en estos tiempos, así que intentaremos estar a la altura».
Así que los verdiblancos hicieron era frase suya y, haciendo de tripas corazón, compitieron en los últimos minutos como si la victoria fuera posible. Sólo llegó el gol del honor, una honrilla que salvó Arana, pero al menos demostraron que la entrega y el pundonor siguen siendo las señas de identidad de este club. Y ahora, a ver si cogemos otra vez la ola buena… aunque solo sean dos victorias consecutivas.
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