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Con todo perdido y el corazón roto, al concluir el partido ayer en Villarreal la grada visitante rompió a animar al Racing, casi con tanta ... intensidad como si hubieran ganado. Así, mientras un millar de gargantas entonaba 'La fuente de Cacho', con el mismo orgullo de siempre, la única diferencia es que en vez de risas había lágrimas.
Lágrimas en la grada, lágrimas sobre el césped; lágrimas en las cabinas de prensa y lágrimas a setecientos kilómetros, y en cada rincón donde hubiera una bandera, una bufanda, un corazón verdiblanco. Un valle de lágrimas, pero, ¿qué otra cosa si no es la vida de un racinguista?
Se nos había olvidado ya, o preferíamos no pensar en ello. Este año sí, nos repetíamos, y si hacía falta nos fabricábamos el optimismo. Esa fe ciega en lo imposible, que es la verdadera fuerza que mueve al aficionado. Solo que no siempre puede ser.
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Duele, claro, y probablemente más a los veteranos; que sí, que estaremos resabiados, pero ver las gradas rejuvenecidas había acabado por contagiarnos. Pero claro, nosotros ya sabíamos de qué va esto, pero a los más jóvenes, a ver cómo les explicas que este club no gana Copas de Europa, ni firma remontadas épicas, sino que a veces celebra hasta las derrotas. Que es lo que hubiera pasado si, en el último instante, desde Elda nos hubieran arreglado el desastre.
Pero, la verdad, el 'Desastre de La Cerámica' no lo vimos venir. Nadie. Probablemente, ni el Sporting contase con él. Pero es que el Racing que compareció allí no se parecía al de toda la temporada. A ese equipo alegre, peleón, incluso algo suicida en el ataque, que acababa arrollando a los rivales. No, no parecía el Racing de José Alberto. Más bien era una versión apócrifa, el míster Hyde que a veces sacaba la patita en las primeras partes, o en los momentos decisivos. Sobre todo, para atragantarse frente a los rivales de la parte baja de la tabla. Si el Alcorcón nos dejó tocados, quien nos bajó a la realidad fue el Zaragoza, que dejó al equipo completamente descentrado para que luego consumara el chasco el farolillo rojo, y encima ya descendido.
Así, el partido de ayer era atípico, pero el Racing lo complicó todavía más. Y es que, para ganar jugando a la italiana, igual hace falta ser italiano. Saber contemporizar, jugar con el marcador, especular, controlar realmente el partido.
Todo aquello que el Racing no hizo, vamos. O no supo hacer. Porque costaría mucho creer que, con una defensa tan endeble como se ha visto toda la temporada, José Alberto se hubiera planteado realmente una estrategia conservadora, jugando al empate. Me niego a pensarlo. Más bien, se diría que los nervios atenazaron al equipo. Un equipo que hace ocho días se veía casi en Primera y que, tras el bajonazo de perder en casa con el Zaragoza, llegó a la última jornada superado por la presión. Y ni siquiera hace falta pensar en maletines: a veces, el peor enemigo es uno mismo.
Porque el partido no tuvo mucha historia: el filial amarillo fue mejor. Al menos, se notaba que la responsabilidad no les pesaba en las piernas. Y, aun así, los nuestros todavía pudieron arreglarlo, en un arreón épico, si en el añadido el cabezazo de Germán al palo hubiera entrado, o si el árbitro hubiera querido ver penalti en la carga muy poco legal que le hicieron a Arana. Pero, por lo visto en el campo, los locales ganaron con merecimiento.
Y no es que consuele mucho, pero el después sí que sería grandioso. En la victoria y en la derrota. A las duras y a las maduras. Allí estaba la afición, secándose las lágrimas para animar a los suyos. Con orgullo. Asumiendo que esto es así. Que unas veces ganas y otras… aunque la ilusión te persiga, no llega a alcanzarte.
Pero esa es la verdadera esencia, la grandeza de este club. Es muy fácil ser hincha de los que siempre ganan, pero ser del Racing es otra cosa. Otro nivel. Eso es lo que significan los versos más hermosos que nunca se hayan escrito para un himno deportivo: «aunque llueva o sople el sur», ¿cómo no te voy a querer?
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