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Hay líneas que una nunca imagina que tendrá que escribir y menos tan pronto. En mi caso, esas líneas son las que siguen, líneas que recogen el esbozo de un hombre a quien me gustaría recordar ahora en su esfera más personal, como padre y, ... fundamentalmente, como abuelo. Son palabras dirigidas en público a sus nietos: Jana, Manuela, Luis y Lara, que –como nosotras– sienten un vacío en el que ayuda, siquiera de forma leve, el recuerdo de su presencia, de su calor y de su ejemplo. El reconocimiento que se la ha rendido en los últimos días nos acompaña a mi madre, a mi hermana y a mí, y desde estas líneas quisiéramos agradecer el cariño y el apoyo de tantas personas que se han acercado a despedir a Rafael de la Sierra, muchas que no conocíamos y que nos han regalado anécdotas personales que guardaremos en el recuerdo.
Quisiera que supieran sus nietos que, como se ha escrito, el abuelo Rafa era una persona respetada por su carácter discreto, conciliador y dialogante. Y esto es algo que todavía en vida se podía escuchar de interlocutores dispares, de orígenes e ideologías asimismo diversos. Si hubieran tenido oportunidad de disfrutar más años de su abuelo, sus nietos habrían podido comprobar que no sólo era una persona respetada, sino también muy respetuosa. En casa se hablaba mucho de Derecho y de política –para tortura de mi madre– y, por más que unos y otros pudieran discrepar en un momento dado, siempre se insistía en criticar el argumento, no a la persona. Y, en relación con esto, el abuelo nunca dio pábulo a maledicencias y rumores referidos tanto a propios como a extraños: ni seguía el juego, ni permitía que se diera nada por bueno si no estaba contrastado y consideraba que, por las mismas razones, cuando le afectaban a uno no debía darles ninguna importancia.
Amante de los libros, en mi infancia le recuerdo volcado en la lectura de forma habitual. El salón de la primera casa familiar en mi memoria, el número 27 de la calle Castilla, albergaba todos los libros y discos para los que había espacio. Y no sólo los suyos, sino que también había un lugar reservado para nuestros pequeños ejemplares, porque era – supe más tarde – la forma simbólica de dar valor equivalente a nuestras lecturas y así no separar espacios ni establecer jerarquías. Leíamos todos en el mismo lugar y esa costumbre la hemos heredado sus hijas, con pequeñas bibliotecas en salones quizás menos ordenados que otros pero muy habitados.
La música siempre ha estado presente. De la época temprana de la calle Castilla recuerdo escuchar una y mil veces 'Pedro y el lobo' y, más tarde, adentrarme en el mundo de Leonard Cohen, de los Beatles y de tantos otros que he guardado en mi mochila particular. Pocos años después, mis padres desaparecían arreglados y sonrientes las noches de agosto y disfrutaban en algo de lo que nosotras no formábamos parte, hasta que picada por la curiosidad me llevó mi padre al FIS en la entonces Plaza Porticada. Fue una noche mágica con el maestro Rostropovich, el helado al finalizar, el sentirme mayor por participar de ese ritual y, sobre todo, fue la primera de muchas noches en las que, sustituyendo a mi madre, acompañaría a mi padre. Y lo seguí haciendo años más tarde, ya en el Palacio de Festivales, cuando yo hacía tiempo que también iba acompañada, pero en ocasiones especiales íbamos juntos a escuchar barroco o «cualquier otra cosa de esas que nos gustaban a nosotros», como nos solía decir alguien. A partir de ahora será imposible no sentir su ausencia –o su presencia – en mis visitas al Palacio de Festivales, un Palacio que justamente le correspondió inaugurar siendo Consejero de Cultura, Juventud, Educación y Deporte en el año 1991 con el Oratorio Joshua de Haendel, como a él le gustaba recordar.
Algo similar sucedió con la Filmoteca, a la que comenzamos a ir a raíz de un ciclo de cine francés y desde entonces cogimos por costumbre ir cada jueves: me recogía después de una clase tardía, cenábamos una pizza y nos íbamos al Kostka a ver pelis en versión original.
A sus nietos no les sorprenderá saber la importancia que dio siempre al deporte. A mí hermana y a mí no nos obligó nunca a nada, salvo a una cosa: hacer deporte. Lo consideraba esencial como aprendizaje en la vida: para ejercitar el esfuerzo, el tesón, la superación, la frustración, para aprender a perder, para aprender a ganar (en su caso). Y eso nos llevó a pasar la infancia y media adolescencia en chándal y pantalón corto jugando a baloncesto, a tenis, a fútbol (unos Reyes nos trajeron la equipación del Racing), probando otros deportes, subiendo a la montaña. Él seguía con orgullo los avances de Jana, Manuela, Luis y Lara en judo, natación, fútbol, carreras de toda índole, e incluso en la etapa más avanzada de su enfermedad no perdonaba que no le mantuviéramos al corriente de sus andanzas. Les adoraba y sus nietos a él.
Afirmar que amaba Cantabria resulta una obviedad en alguien que dedicó su vida a que esta tierra fuera reconocible por unas características propias y diferenciadas fruto de la historia, la cultura y la particular orografía. Ese amor nos lo trasladó a nosotras, que en nuestro vagar nómada por distintos lugares compartimos la sensación de pertenencia y la fortaleza de quien tiene unas raíces sólidas. Sin que ello, por cierto, resulte incompatible con sentirse en casa en los sitios que nos han acogido y sin que resulte tampoco incompatible con pertenecer a otras entidades más amplias.
En casa se sintió, desde luego, en Zaragoza, donde cursó la carrera de Derecho en la época agitada del tardofranquismo, siendo partícipe activo de los movimientos sociales y estudiantiles, para intranquilidad de una madre que esperaba en Renedo y que años más tarde nos lo relataría a sus nietas. Evocaba sus años en Zaragoza siempre con pasión, mantenía sus amistades de entonces y se reunían de manera periódica. En Zaragoza nació además un profundo respeto por la universidad y la vida académica. Valoraba mucho el estudio sosegado y objetivo de la Academia y procuraba siempre atender las invitaciones que llegaban de este entorno, donde se sentía a gusto de forma genuina.
Todo eso y mucho más fue el abuelo Rafa. De él nos han dicho que ha sido un enfermo ejemplar, pero nuestra gratitud no tiene límites a la hora de reconocer el trato profesional y humano de todo el personal de Valdecilla, del primero al último. De igual manera, Nacho, Luis y nosotras nos sentimos muy afortunados –como se sentía él– por contar con una familia volcada y generosa, que no ha parado mientes en realizar largos y cansados viajes, en organizar turnos y en cuidarse los unos a los otros. A ello quisiera añadir la familia amplia, personificada en Miguel Ángel, Aurora y Paula, que nos han brindado consuelo y compañía durante largo tiempo. Y, cómo no, Javier, por sus palabras hermosas en la tarde del pasado viernes. También nos gustaría hacer mención expresa al Parlamento de Cantabria, al que él dedicó tantas horas de su vida y donde desarrolló su querencia por la labor parlamentaria, quizás con la que más disfrutó. El agradecimiento es extensivo a muchas personas e instituciones, a nuestros amigos, pero quisiera detenerme ya y concretarlo en quienes le cantaron el adiós, la Camerata Coral de la Universidad de Cantabria, que acarició la Iglesia de Santa Lucía con un programa delicado y evocador que, a buen seguro, le habrá encantado.
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