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Una docena de guardias civiles se distribuye por la rotonda de acceso a Santoña y para a todos los vehículos que quieren entrar o salir del municipio para que lo justifiquen. Son las diez y media de la mañana y no hay follón. «Lo que ... estamos haciendo es una labor pedagógica. Hay un porcentaje muy bajo de gente que no está enterada, y casi todo son personas que van a trabajar», explica uno de ellos. De vez en cuando tienen que contárselo a algún despistado que va de paseo o en bici y cree que la cosa no va con él.
Ayer eran ya 66 los casos de covid en el municipio que, en proporción a sus 11.000 habitantes y con contagios descontrolados, resultan una barbaridad que justifica, para el Gobierno cántabro, la decisión que tomó el miércoles de cerrar la población. Al llegar a Santoña la sensación es rara: no quiere decir que no se vea a gente por la calle, que la hay, aunque sea poca. La impresión es que el que está por ahí tiene un porqué. Cargan con bolsas, pasean al perro o van a algún lado, pero no están quietos.
Aunque se hable de confinamiento, la situación no es ni parecida a lo que se vivió hace unos meses: lo más llamativo, el control de los accesos y salidas, no tendrá mayor efecto sobre la propagación del virus en el municipio, y no se aprecia otra utilidad salvo evitar que salga fuera. Serán otras limitaciones, como el cierre de la hostelería o la disminución del tamaño de los grupos (hasta diez personas, aunque sea para un funeral), las que puedan marcar la diferencia.
Diana Iglesias, Directora del IES Marqués de Manzanedo
Jezabel Acosta, comercio Blasan
Jorge Pizzarra, Presidente de los hosteleros
Silvia Ruiz, Conservas Catalina
Lo que no entiende Diana Iglesias, directora del Instituto Marqués de Manzanedo, es cómo se pueden prohibir reuniones con más gente y al mismo tiempo se insiste en empezar el curso, que supondrá meter en clase a grupos mayores de alumnos. En plena cuenta atrás, está peleando por que se retrase el inicio hasta que acabe el confinamiento: considera que esperar tres días más en el caso de Secundaria, y siete en Primaria, no es descabellado. Por supuesto que lo tiene todo en orden, con cámaras termográficas a la entrada, pupitres a metro y medio, pasillos para circular en los sentidos marcados, felpudos de desinfección, botes de solución hidroalcohólica por todas partes, etc. Incluso el propio edificio, centenario, se presta a la labor, con sus techos altos y sus ventanas enormes.
Pero meter dentro, en esta situación, a 450 personas, entre chavales, profesores y demás plantilla, le resulta inconcebible. «Me parece ridículo que a nivel de municipio se sea tan restrictivo y que en los centros se aplique manga ancha. Es una irresponsabilidad abrirlos en esta situación». Bueno, un dato más: Diana Iglesias tiene un niño de cinco años y no lo va a mandar al cole hasta que no vuelva la normalidad.
El paseo marítimo de Santoña está tristón: hay poco movimiento con el día tan bueno que hace. Enfrente, a 300 metros, los veraneantes todavía disfrutan de la playa de Laredo.
«Pon Jose Cantabria», se identifica. Es un mozo grandón, lleno de tatuajes, que pasea con un perrazo -en realidad una perra, Cora-. Dice que este verano Santoña ha estado como nunca, a reventar desde mediados de junio. Que si se ve todo vacío es solo porque ya se han ido los de fuera. Piensa que la gente es irresponsable, y que el que se encontraba solo un poco mal y le pillaba de vacaciones no dejó de salir. «¿Tú qué harías? ¿Venir aquí y quedarte encerrado? Eso de que la pandemia nos iba a hacer más humanos y mejores personas no te lo crees ni tú».
Muchos vecinos tienen la idea de que el cierre ha sido arbitrario: que han esperado a que acabase agosto para dar cerrojazo, y que se hace justo antes de las fiestas para que el problema no se desmadre. «Si se iba a hacer, tendría que haber sido primero», opina Jezabel Acosta, en la tienda Blasan, rodeada de latas de conservas. «Se veía venir: ha sido un verano con muchísimo turismo y han esperado a que acabara».
Un turismo que se ha traducido en más personas pero menos dinero, aunque, reconoce, a ella le ha ido bien. En todo caso, la tienda, en este momento, está vacía. El vecino Mercado de Abastos también tiene más género que clientela, y luce un poco desangelado. Puede ser el ajuste entre una temporada y otra: se acaba de marchar el aluvión de visitantes y nadie se ha acostumbrado aún. Hace una semana todavía se tardaba media hora en aparcar. Hoy, todo está a disposición del que lo quiera.
Jorge Pizzarra, presidente de los hosteleros del lugar, anda liadísimo; desgraciadamente para él, no en la pizzería que tiene, sino atendiendo a las radios y televisiones (también periódicos), que han ido a Santoña como si fuese la isla de Molokai. «Tengo abierto el servicio a domicilio. Cerrar o no dependerá del cajón diario. A mí esto me parece como cuando estabas en el colegio, la liaba uno y acababa pagando toda la clase». Su queja es la de toda la hostelería por estas fechas: después de hacer de camareros, sanitarios y policías durante el verano, de ver reducidos sus ingresos un 40% respecto al año anterior, y cuando esperaban las fiestas de la Virgen del Puerto con la esperanza de cuadrar mejor las cuentas, se ven en esta.
¿Se puede echar la culpa a los hosteleros? ¿Y a las fábricas de conservas? «Al llegar por la mañana se toma la temperatura a los trabajadores; se utilizan mascarillas, se cumple la distancia de seguridad...». Silvia Ruiz, de Conservas Catalina, da por hecho que en todo el gremio se ha funcionado así, y si le ha tocado a uno ha sido por mala suerte. «Este cierre supone la paralización de la restauración en Santoña, y a nosotros también nos supone un problema porque son clientes», se lamenta. No acaba de entender cómo hasta el 31 de agosto no pasaba nada y el 2 de septiembre se cierra sin avisar.
¿Habrá estado el problema en la playa? Los vecinos cuentan, un poco así, que hay poca Policía, y ha coincidido con mucho ambiente en los bares, chavales desbocados, falta de controles de acceso en los arenales... En Berria, hoy, no hay nadie que vigile quién entra, pero tampoco hace falta: igual hay veinte personas en esa playa tan bonita que con la marea baja es enorme. Agustín Salán, de Cruz Roja, asegura que no tiene queja de la gente. «Este verano ha habido una afluencia de veraneantes importante, que no nos esperábamos, pero no hemos tenido ningún comportamiento raro».
Sentados en la hierba, mirando al mar, y listos para comer, están Olga Valencia, su marido y sus dos hijos. Digamos que ofrecen otra perspectiva del asunto: han venido de La Rioja a pasar sus únicos días de vacaciones y resulta que no pueden ir por ahí. Ni Santander, ni Cabárceno, ni nada. Ellos que habían venido al norte porque la cosa estaba tranquila, y que cogieron un apartamento en vez de un hotel para no estar con nadie, se enfrentan a un fin de semana con pronóstico de lluvia y dos niños con ganas de divertirse. «No podemos salir a cenar, ni a tomar una cerveza. Si salimos de Santoña, como no somos de aquí, nos tenemos que ir a casa». Cuentan que en su región, donde han pasado lo suyo, no se han tomado medidas tan drásticas ante circunstancias similares.
El acceso a Santoña por la carretera de los puentes está bloqueado con unas piezas enormes de hormigón. No hay vigilancia y alguno se cuela por ahí andando, pero se puede decir que está desierto. En la rotonda hacia Argoños, en cambio, hay cola. Son las dos y media y se juntan todos los que han salido de trabajar. Los guardias siguen pidiendo justificación para entrar o salir a los conductores. También al periodista, que enseña su carné y explica el motivo de la visita: ver qué cuentan los vecinos. «¿Y qué le han dicho?». «Pues que han cerrado ahora, pero que también podían haber cerrado hace una semana». «¡Y hace un mes!», exclama uno, antes de dar los buenos días y decir que siga adelante.
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Daniel Martínez Nacho Cavia
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