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Cuando Unai Martín abre al público su puesto en el Mercado de la Esperanza, después de colocar todo el pescado del día en el mostrador acomodado en el hielo, ya hace más de tres horas que ha saltado de la cama. Antes de las ... seis de la mañana ya está a las puertas de la lonja de Santander para ver todas las capturas que han realizado las embarcaciones y comprar el género que ofrecerá a su clientela. Con casi treinta años de experiencia en la plaza santanderina y más de veinte años al frente de Pescados Unai, el pasado jueves accedió a compartir con este periódico su rutina diaria entre olor a mar. Una experiencia madrugadora para conocer ese viaje entre el barco y el escaparate de La Esperanza en el que se basa el día a día de quienes viven de este oficio tradicional.
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Juanjo Santamaría
«Venimos a la lonja por la mañana. Hoy por ejemplo, al ser jueves, solo venden pesca de altura, igual que los lunes. Es de los barcos de arrastre, que traen rape, gallo, potas, lirios, etc. Toda esta clase de pescado que viene de arrastre, y luego aparte tenemos toda una zona que está dedicada a todos los barcos artesanales, de bajura, son del día, salen un día o dos días como máximo», explica el pescadero.
Para los que no conocen el funcionamiento de la lonja, los titulares autorizados para la compra acuden con tiempo para revisar la mercancía y tomar sus propias anotaciones. «Siempre vienes con una idea de lo que quieres llevarte, pero también hay cosas que te entran por el ojo y te preguntas: ¿Por qué no voy a tener esto?», confiesa Unai Martín. Con la puntualidad de un reloj suizo se escucha por la lonja: «Vamos que son las seis».
Es la señal para que todos los presentes dejen de ojear el pescado y accedan a la sala donde se va a proceder a la subasta. Un espacio que recuerda a un aulario universitario, donde los pupitres y las sillas se encuentran fijadas al suelo, y se encuentra en pendiente para ocupar el mínimo espacio posible. Aunque lo más importante de la sala son, sin duda, las pantallas donde aparecen el producto -con el barco del que procede y los diferentes lotes- y el precio. Una puja descendente hasta que alguno de los compradores pulsa su mando. «A la paz de Dios», se escucha antes de dar inicio a la puja en el interior de la sala. Y es que «te puedes quedar sin el pescado que quieres», admite Unai.
Cada producto empieza en un precio fijado y va bajando hasta que se pulse uno o varios de los mandos, entonces es el momento de esclarecer la cantidad de todo el lote que se va a querer: «¡Dame una!», grita uno. «¡Dame dos», añade otro. Pese al madrugón que llevan encima todos los que se encuentran allí, hay momentos para las bromas y también para las llamadas de atención desde el atril, donde se controla la subasta: «¿Queréis dejar de hacer el tonto?». El escenario de clase hace que la situación parezca una bronca del profesor a sus alumnos.
La pantalla donde se marca el precio de la puja cuenta con un sonido distinto para pararse y otro para reiniciarse de nuevo, si no se ha vendido todo el lote. Incluso se puede retirar por parte de la embarcación, en caso de que no le interese vender a ese precio el producto que han llevado esa jornada a la lonja.
Si hay algún momento de tensión y revuelo durante la puja se da cuando muchos clientes han realizado sus compras y quieren marcharse, pero no pueden hasta que se termine toda la subasta. «¿Queréis callar un momentín?», gritan desde el atril. «Si compras algo del primer lote y quieres marcharte, no puedes hacerlo. Hay que esperar que acabe todo y que te entreguen la lista de trazabilidad por si te para la Guardia Civil no tengas ningún problema con el género», explica Martín.
Tras una hora y media de subasta, toca el momento de recoger todas las adquisiciones y llevarlas a la furgoneta: «Verás el cabreo que se va a pegar mi madre cuando me vea llegar con todo, me dice que estoy loco, pero hay que tener género en el puesto», declara Unai. Con la compra hecha en la lonja, carga y pone rumbo al Mercado de la Esperanza. Ya allí, aprovecha para cambiarse la ropa y 'ponerse el mono de trabajo'. Con la ayuda de Mateo Forestier, uno de sus trabajadores, proceden a sacar y trasladar el pescado para llevarlo al puesto. Mientras tanto, su madre, Victorina Bedia, y otra empleada, Noelia Rodríguez, llevan ya unas horas preparando el escaparate.
Una de las primeras cosas que hace al llegar a su puesto es poner la música. «No sabes a donde vas», recalca Unai mientras se mueve de un lado a otro. Son ya las ocho de la mañana, la plaza está abierta al público y las transpaletas y las cajas todavía ocupan espacios por los pasillos.
Pocos son los valientes que se aventuran a ir al mercado en una jornada de lluvia, como la que se vivió el jueves, pero a los que se acercan al puesto de Unai los recibe con un «buenos días es mentir», porque la sinceridad y la familiaridad después de tantos años tras el mostrador con la clientela es una de las señas de identidad de la plaza. «Aquí hay una confianza que no se puede encontrar en otros establecimientos como los supermercados, son casi tres décadas aquí», puntualiza el pescadero. «Siempre intentas sacar una sonrisa y animar a la gente para que compre. Aunque noto que desde la pandemia a la gente ya no le sientan bien algunos comentarios».
Tras el transcurso de las horas y el poco tránsito por el mercado, Unai tiene que realizar muchas llamadas para vender a bares y restaurantes género que pueden necesitar para el día. «En la plaza cada día es distinto, un cliente distinto, una lucha constante por salir adelante», añade. «Hay veces que los clientes me dicen que tenemos poco, pero yo les respondo que no vendo botellas de vino, que hay que darle salida al pescado». De las mejores noticias del día son los envíos que realiza fuera de Cantabria: «Son buenas ventas y nos abre un mundo de posibilidades».
Entre curiosos y visitantes que entran al Mercado de la Esperanza se encuentran los fieles a la plaza y al puesto de Unai. «Buenos días, Unai. ¡Agua va!», comenta uno de sus parroquianos para poner un poco de humor a una mala mañana de trabajo. Uno de los pensamientos que puede tener el público general es que cuantos menos puestos haya en la Plaza es mejor para el tuyo: «Mentira. Eso es un error. Cuantos más mostradores haya, más gente va a venir. Cuanta menos gente haya, menos comerciantes seamos, peor. Más pescaderías, más gente. Es así».
La mañana se acaba. «Días como el de hoy, recogemos algo antes, pero lo normal es empezar sobre las dos o así», relata Unai mientras hace hueco en las cámaras frigoríficas. «Sacamos las cajas, dejamos todo listo para la venta de mañana. Es lo que hacemos. Colocamos las cosas por zonas, pues así ya sabes para mañana lo que tienes realmente». Minutos antes de que la plaza eche el cierre, unos visitantes franceses entran y se paran a charlar. Unai los despide con un «au revoir» antes de apagar la música y las luces.
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