CINELANDIAS 'Laura', la mujer más guapa del mundo
Gene Tierney fue incuestionablemente la actriz más bella de la historia del cine, una diosa de belleza impronunciable, arrobadora, inaccesibe. Llena cada plano en el que aparece de una luz que no es de este mundo. Pero Otto Preminger no sabe sacarle partido en esta película ramplona y presurosa.
Viernes, 15 de Septiembre 2023, 11:43h
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Lo confesaremos sin ambages: traemos esta película a nuestra sección no porque nos parezca una obra maestra, sino porque así está considerada unánimemente, cuando salta a la vista que no lo es. Tampoco creemos que su director, Otto Preminger (1905-1986), sea un gran creador cinematográfico; pero lo cierto es que su nombre suele acompañar, a modo de polizón intempestivo, las listas de los maestros indiscutibles. Indagar las razones por las que Preminger ha alcanzado un rango que no merece en la consideración cinéfila nos llevaría demasiado tiempo (¡y hasta podría herir suspicacias entre los tartufos de la corrección política, puesto que era ucraniano y judío!); pero resulta evidente que sus mejores obras —Tempestad sobre Washington, Anatomía de un asesinato, El hombre del brazo de oro, Río sin retorno— no rayan a la altura de las de los auténticos maestros. Pero centrémonos en la película que lo encumbró al estrellato.
La crítica francesa, con Cahiers du Cinéma al frente, eligió Laura (1944), junto a Perdición, de Billy Wilder y La mujer del cuadro, de Fritz Lang, como obra pionera del cine noir. Indudablemente, esta elección como hito fundacional del género ha contribuido al encumbramiento de la película y de su director; pero lo cierto es que Laura no es, ni por lo más remoto, una película noir: ni en su argumento, ni en su atmósfera (no hay en ella maldad cocida a fuego lento, ni desesperación trágica, ni turbiedad) ni en su tratamiento formal. Laura es un whodunit de libro (al más puro estilo S. S. Van Dine o Agatha Christie), beneficiado por el célebre giro argumental que se produce mediada la película (pero, en honor a la verdad, casi todos los whodunits incorporan añagazas y ‘sorpresas’ de este jaez); y sublimado por una melodía hechizante de David Raskin y por la presencia de una diosa del celuloide, de belleza impronunciable y dotes interpretativas discutibles, la sin par Gene Tierney, que llena cada plano en el que aparece de una luz que no es de este mundo, por inaccesible y por arrobadora. Pero sólo un director mediocre como Preminger podría sacar tan poco provecho de la aparición de una rediviva Gene Tierney como hace Preminger en Laura. ¿Se imaginan esa secuencia filmada por Alfred Hitchcock?
Otto Preminger ha alcanzado un rango que no merece en la consideración cinéfila. Pero decirlo ¡podría herir suspicacias entre los tartufos de la corrección política, puesto que era ucraniano y judío!
Todo en Laura es un poco ramplón y presuroso, como rodado a mata caballo. En defensa de Preminger podría alegarse que, en principio, Laura la habría tenido que dirigir Rouben Mamoulian, cuya carrera empezaba por entonces a declinar; y que Mamoulian no tardó en pelearse con Preminger, a quien Darryl F. Zanuck había encomendado labores de producción. Sólo cuando se comprobó que los conflictos entre Mamoulian y Preminger eran enconados, se encargó la filmación al postulante, en detrimento de la vieja gloria.
En su autobiografía, Preminger afirma que no utilizó ni un solo plano del material rodado por Mamoulian; pero José Luis Garci, en su insoslayable vademécum Noir, sostiene que Mamoulian le juró ante un dry Martini que la secuencia inicial de la película, con Waldo Lidecker escribiendo en la bañera, había sido conservada íntegramente tal como él la concibió y rodó. Sin entrar en dirimir autorías, hemos de admitir que esta secuencia es la mejor con diferencia de la película; y que, desde luego, parece rodada por una persona distinta que el chapucero desenlace, o la 'resurrección' mazorral de Gene Tierney.
En su tramo intermedio, Laura hace un uso abusivo de los planos largos, en los que Preminger mete mucha gente, siguiendo los usos del whodunit (en donde, impepinablemente, deben figurar varias secuencias en las que los sospechosos aparezcan juntos) y, también, los del cine de serie B, que exigía rodajes cortos y ahorros en composición de planos e iluminación. Algunos personajes son estereotipados y romos, como el de Shelby Carpenter (Vincent Price), un playboy tan descerebrado como arribista; otros, estereotipados y planos, como el del protagonista Mark McPherson, un poli interpretado con el habitual envaramiento pretendidamente misterioso típico de Dana Andrews; y otros, en fin, son estereotipados y suculentos, como Waldo Lidecker, un escritor sarcástico y amargado, corrosivo e impertinente, que «no escribe con estilográfica, sino con plumas de ganso mojadas en veneno» y que sublima su homosexualidad tratando de acaparar a Laura, al que da vida un Clifton Webb en estado de gracia.
Y en Laura, en fin, trabaja Gene Tierney, que tal vez fuese una esfinge sin secreto, pero que incuestionablemente fue la actriz más bella de la historia del cine. Y su mera presencia basta para hacer guapo hasta al feísimo Preminger.
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