La Unesco promueve su prohibición
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La Unesco promueve su prohibición
Viernes, 15 de Septiembre 2023
Tiempo de lectura: 8 min
No te voy a comprar un teléfono móvil. Todavía no. Disfruta de tu infancia mientras puedas…». Cuántos padres habrán pronunciado esas o similares palabras, pero no se han sentido con fuerza moral suficiente para mantenerse firmes cuando sus hijos les replican con un argumento insuperable: «Todos mis amigos tienen ya. ¡Voy a ser el raro!». Es la presión del grupo, que los menores sienten, abrumadora y asfixiante, a edades cada vez más tempranas. ¿Cómo negarle a un nativo digital su juguete más preciado? ¿No hay escapatoria?
Sí que la hay. La solución a este dilema familiar la han encontrado en Greystones, un pueblo de la costa de Irlanda que debe su nombre a las casas de piedra gris que se asoman a un paisaje de postal. Allí, los padres de los alumnos de las ocho escuelas de primaria han acaparado la atención del mundo con una iniciativa, en apariencia modesta, pero que puede suponer un punto de inflexión cuando se cumplen 16 años del lanzamiento del primer iPhone, el pistoletazo de la digitalización a la trágala de la humanidad.
Lo que han hecho los padres de Greystones es darle la vuelta a la tortilla. Se han unido a una propuesta que implica abstenerse de proporcionarles teléfonos móviles a sus hijos. No solo en las aulas, también en casa y en cualquier parte. Un veto total hasta que cumplan 12 años. Es voluntario. Pero se han apuntado la mayoría. A partir de ahora, el raro es el niño que tiene móvil. «Si casi todos lo hacen, es mucho más fácil decir que no. Cuanto más tiempo podamos preservar su inocencia, mejor», explica Laura Bourne, una madre.
El epicentro de este movimiento está en la escuela pública de San Patricio. Su directora, Rachel Harper, lo puso en marcha después de sondear a padres y profesores. «La infancia cada vez se acorta más. Niños de 9 años sienten la coacción por parte de otros menores para estar constantemente en línea. Y no están emocionalmente preparados. La ansiedad se ha disparado. Había que hacer algo», cuenta.
«La unión hace la fuerza y, cuando los padres se sienten presionados por sus hijos para comprarles un móvil, la decisión de no hacerlo ya no los hace sentirse excepcionales. Han encontrado una forma de resistir juntos y no ceder, por lo menos hasta que comiencen la secundaria». Lo que empezó como un acto a la desesperada a finales del curso pasado se ha consagrado en el comienzo del nuevo año lectivo. «Aspiramos a crear una masa crítica, una bola de nieve…», cuenta Harper, que se ha entrevistado con la ministra de Educación, Norma Foley.
El Gobierno irlandés estudia maneras de implementar algo similar a escala nacional. Y el debate se ha extendido. Una verdadera catarsis que se escenifica en periódicos, foros, televisiones… «Nuestros niños están viendo cosas que no deberían ver», resume Emma, una madre de Dublín que cuenta como su hijo, que había sido agregado a un grupo de Snapchat por una compañera, vio una notificación en la que se reprodujo automáticamente un vídeo en el que se torturaba a un gato hasta la muerte.
«Dejó de mirar tan pronto como su mente procesó lo que estaba viendo, pero ha estado muy afectado». Hay millones de ejemplos similares que implican escenas violentas, porno, desafíos peligrosos… «Los padres tenemos el deber de proteger a nuestros hijos, pero no podemos llevar esta responsabilidad solos. Las plataformas deben ser responsables del contenido traumático que permiten que circule».
Y en esa queja hay mucha miga escondida. Hasta no hace mucho –sin ir más lejos, hasta el curso pasado–, lo digital era la panacea educativa por excelencia. Aplicaciones para el móvil. Tabletas para todos. Más inversiones en TIC (tecnologías de la información y la comunicación)… La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) solía poner el foco en equiparar el acceso a la tecnología entre países pobres y ricos. Y la pandemia, que obligó a seguir la enseñanza en remoto a mil millones de estudiantes, aceleró un proceso que parecía irreversible.
Pero en su último informe, publicado en julio, la Unesco ha sorprendido con una petición urgente a todas las escuelas del mundo: «¡Prohíban los teléfonos móviles!». Y no es solo para proteger a los niños del ciberacoso, la depresión, el aislamiento o los vídeos de gatos torturados. Incluso un vídeo aparentemente inofensivo de gatitos encantadores les perjudica. El informe muestra que los niños pueden tardar 20 minutos en volver a concentrarse una vez que se ven interrumpidos por una notificación en sus teléfonos.
Hagan cuentas: 20 minutos que se suman a otros 20; y a otros 20… a lo largo de una jornada constantemente interrumpida (y malgastada) para unas criaturas abducidas por las pantallas en el periodo más crucial de su formación. En la actualidad, solo uno de cada cuatro países restringe el móvil en las aulas. Y en muchos casos es una restricción puramente teórica, a no ser que se requisen a la entrada y se les devuelvan a la salida.
«Tenemos que aprender de nuestros errores pasados al utilizar la tecnología en la educación para no repetirlos en el futuro», entona el mea culpa Manos Antoninis, redactor principal del informe del organismo de la ONU. «La revolución digital encierra un potencial inconmensurable, pero hay que enseñar a los niños a vivir tanto con la tecnología como sin ella. No podemos descuidar la dimensión social del aprendizaje», concluye, apuntando a que la toxicidad de los móviles trasciende el ámbito educativo y afecta a la convivencia en los hogares y en las calles.
El ejemplo más notable de que hay una contrarrevolución en marcha es Suecia, que el curso pasado alardeaba de estar a punto de completar la digitalización total y, de repente, dio un giro copernicano a su política educativa, aparcando las tabletas y dispositivos móviles y volviendo a los libros de texto. Al papel y al lápiz. A ver si los alumnos vuelven a tener paciencia para leer (y entender) dos frases seguidas, porque en una pantalla es imposible.
«Nos hemos dado cuenta de que pedir a las tecnológicas que proporcionen una herramienta educativa es como pedir a Pizza Hut que haga el menú de los comedores escolares», sentencia la psicóloga canadiense Catherine L'Ecuyer. Una reflexión que pone el punto de mira en Silicon Valley. Este curso será, además, el de la respuesta de los centros educativos al asalto de ChatGPT y la inteligencia artificial, que se produjo por sorpresa en noviembre y sin darles margen para reaccionar. Y que puede convertirse en la herramienta tecnológica definitiva para transformar la educación o para que los chavales liquiden los deberes en medio minuto y sigan a lo suyo, pendientes de TikTok, del WhatsApp, de Instagram, de YouTube y de Snapchat.
Las compañías matrices de estas plataformas se enfrentan, además, a una demanda colectiva en Estados Unidos que empezó en las escuelas de Seattle en enero, pero que ya se ha extendido a 10 estados y 44 distritos escolares. «Las compañías tecnológicas se han aprovechado de que el cerebro de niños y adolescentes es inmaduro para diseñar algoritmos que satisfacen el anhelo de atención social y de estatus y volverlos adictos a sus aplicaciones. Han convertido la angustia de nuestros hijos en una fuente de ingresos millonaria», se argumenta en la querella.
Lo más llamativo es que todas las escuelas del condado de San Mateo (California), en pleno corazón de Silicon Valley y sede de Meta (Facebook), se han sumado al litigio. En casa del herrero, cuchillo de palo… Este frente judicial tiene un aliado al más alto nivel. En mayo, Vivek Murthy –el cirujano general de Estados Unidos (la máxima autoridad sanitaria)– pidió que se restringiese el uso de las redes sociales a los jóvenes ante una crisis de salud mental sin precedentes.
«Nuestros niños y adolescentes no tienen el lujo de esperar hasta que sepamos la huella que estas aplicaciones tienen en ellos», afirmó. Muchos se preguntan si esta cruzada, que apenas ha comenzado, llega a tiempo o el mal ya está hecho. Y si toda una generación sufrirá las consecuencias.