Maestro del tenebrismo
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Maestro del tenebrismo
Miércoles, 13 de Noviembre 2024, 11:00h
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Era el pintor favorito de la sofisticada aristocracia romana y las altas jerarquías vaticanas. Y había asombrado a todos con la audacia y la rara perfección de su técnica desde sus primeras obras. Como si no hubiera conocido las dudas del aprendizaje y sus inicios hubieran sido fáciles y amables.
Nada de todo ello impidió que Michelangelo Merisi, Caravaggio, el más grande pintor del barroco italiano, acabara de pronto sus días vagando medio loco por la bahía de Porto Ercole, una pintoresca localidad toscana, buscando inútilmente el velero en el que había partido de Nápoles con unas pocas pertenencias y tres cuadros para pagarse el indulto papal por un homicidio que había cometido en Roma.
Y así, ese hombre de mediana edad, alto, barbado, se vio allí inesperadamente detenido por error por las tropas españolas que ocupaban el lugar. «Cuando lo liberaron, no halló la falúa para seguir navegando. Por mucho que la buscó, no la encontró, hasta acabar tendido en la playa, desesperado, bajo el látigo del Sol. Así murió, tan mal como había vivido», escribió Giovanni Baglione, su biógrafo y envidioso rival.
Siguiendo el relato de esta fatídica secuencia por Porto Ercole, indagando en esta ciudad con siglos de historia, un investigador local descubrió recientemente lo que podrían ser los restos de Caravaggio. Hay un 85 por ciento de probabilidades de que lo sea, lo que confirmaría la muerte narrada por Baglione. Sin entierro ni honor alguno.
Pero quién era ese prodigioso genio que, desde joven, enseguida dio muestras de un carácter ingobernable y pendenciero, que marcaría su destino.
Hijo de un maestro de obras, y huérfano desde los 13 años, con 17 escapa de Milán y se va a Roma, huyendo por primera vez de la cárcel tras una pelea. En la capital reinaba entonces el manierismo. Un estilo que se perdía en complicadas simbologías. Caravaggio irrumpió como una tormenta en el mediocre panorama estético de fines del XVI, rompiendo su letargo con su revolucionario realismo y su vida desenfrenada.
Empezó haciendo cabezas a un ochavo. Tres al día. Y no sale de la pobreza hasta que el cardenal Francisco Maria del Monte se interesa por su obra y lo aloja en su fastuoso palacio como pintor privado. Allí arranca su meteórica carrera, en el ambiente de refinada erudición y homoerotismo de aquel círculo social en el que vivió durante cinco años.
Del Monte, músico, alquimista y seguidor de Galileo, al que la Inquisición condenaría unos años después, encargó al joven Caravaggio cuadros capitales de su primera época: El tañedor de laúd, Cabeza de Medusa… Y una obra muy especial, expuesta al público recientemente por primera vez: la decoración del techo de la villa Boncompagni, una propiedad del cardenal a las afueras de Roma. Se trata de un enorme lienzo, porque Caravaggio siempre rechazó la técnica del fresco, en el que se representa a Júpiter, Neptuno y Plutón flotando desnudos en complicada perspectiva por el cielo.
Se dice que el pintor, con un espejo frente a sus genitales, fue el modelo. Y que los pálidos y ambiguos jovencitos que aparecen en sus cuadros de esos años eran castrati, que ilustraban el ideal platónico del amor, el homoerótico.
Leyendas al margen, las obras de esta primera etapa, cargadas de inocencia, sabiduría o humor, abren la pintura a un mundo nuevo, en el que un solitario cesto de frutas adquiere el mismo rango que un apóstol en oración. Un rango majestuoso y monumental, del todo ajeno al moralismo costumbrista del flamenco, que fascinó a la aristocracia romana.
A él, por su parte, le fascinaba el juego y el mundo de la noche, la prostitución, los chaperos… El reverso exacto, aparentemente al menos, del mundo palaciego que lo había encumbrado. Como huésped del cardenal, disponía de dinero, permiso de armas y respetabilidad. Privilegios que no frenan, al contrario, su temperamento.
Una ingente documentación policial acerca de sus peleas y altercados con la justicia en Roma documenta su desenfrenado carácter: hiere a un sargento y es encarcelado; el embajador de Francia interviene para liberarlo; su biógrafo Baglione lo demanda por libelo y lo acusa de frecuentar a chaperos; es denunciado por tirar un plato hirviendo a la cara a un mozo de mesón; huye a Génova tras herir con un hacha en la cabeza a un notario que cortejaba a una prostituta amante suya…
Esta imparable sucesión de altercados coincide con los años de sus grandes encargos; cuando gracias a la mediación del cardenal lo eligen para decorar la capilla Contarelli, en la iglesia de San Luis de los Franceses.
Con sus tres monumentales lienzos de la vida de San Mateo se consagra como el maestro indiscutible, no sólo para el selecto grupo de coleccionistas privados que lo había protegido, sino para el público en general, que por primera vez podía contemplar su obra. La Iglesia contrarreformista se convierte en su principal cliente; y Caravaggio, con su escandalosa vida y su escaso concepto del 'decoro', en un pintor de temas religiosos.
Se convirtió así en el pintor más revolucionario de la historia, porque si bien logró acercar el milagro cristiano con inigualable eficacia al espectador, ‘traduciéndolo’, en un lenguaje casi cinematográfico, a un momento psicológico, también destrozó sus cánones iconográficos.
Caravaggio utilizó como modelos de sus cuadros a gente de los bajos fondos, en los que se movía con naturalidad. Sus ángeles son chaperos; sus apóstoles, mendigos. Lo cual, claro está, no dejó de crearle problemas. Tuvo que realizar segundas versiones de varias obras y otras tantas, directamente, no llegaron a colgarse; aunque, eso sí, encontraron rápidamente comprador privado.
El mismo año que entrega las pinturas para San Luis de los Franceses, el 1600, le encargan las de una capilla en Santa Maria del Popolo. Desde los frescos de Masaccio en la capilla Brancacci y los de Miguel Ángel en la Sixtina, no se había pintado nada de tal envergadura en Italia.
Se suceden los encargos, La cena de Emaús, El prendimiento de Cristo, La muerte de la Virgen…, y las peleas y detenciones. La noche del 29 de mayo de 1606 discute con Ranuccio Tomassoni, un gánstercillo local. Se habían peleado otras veces. Esta vez fue por el juego. Recurren a las armas. Se hieren de gravedad y Tomassoni muere por las puñaladas. Sus protectores no pueden levantar la condena a muerte que pesa sobre él.
Huye de Roma y se refugia en Nápoles, la ciudad más floreciente de Italia. En pocos meses se convierte en el artista de moda y pinta sin cesar: Las siete obras de Misericordia, La flagelación de Cristo, David con la cabeza de Goliat... Pero el éxito no lo distrae de su objetivo: el indulto y poder regresar a Roma. Para facilitarlo, se traslada a Malta y se pone en contacto con los Caballeros de la Orden. Retrata al Gran Maestre y lo nombran caballero.
Parece que su vida se endereza al fin cuando otra pelea lo lleva nuevamente a la cárcel; esta vez por herir a otro caballero de la Orden. Siguiendo su fatal estrella, escapa y se refugia en Sicilia, doblemente perseguido ya, por la justicia romana y la de la Orden de Malta.
Los dos últimos años de su vida son una frenética huida de ciudad en ciudad: Mesina, Siracusa, Palermo, Nápoles. Y pese a saberse amenazado de muerte, continúa recibiendo encargos y pintando sin cesar: El entierro de Santa Lucía, La degollación de San Juan Bautista… Su estilo se simplifica. El colorido se reduce. El vacío se apodera de grandes zonas del lienzo y todo cobra una inusitada intensidad.
Una noche de octubre de 1609, a la salida de un mesón en Nápoles, lo rodean desconocidos y lo hieren gravemente. Lo dan por muerto y la noticia llega a Roma. Desfigurado por las cuchilladas, pinta una Salomé con la cabeza del Bautista en un plato y se la envía al Gran Maestre para que lo perdone. Apenas repuesto, le llegan noticias de su indulto en Roma. Pinta un San Juan y un David y Goliat, regalo para el cardenal Scipion Borghese, sobrino del Papa, por su ayuda para conseguir el perdón.
Embarca rumbo a Porto Ercole, guarnición española cercana al Estado pontificio, y es arrestado al desembarcar porque lo confunden con otro. Cuando lo liberan, dos días después, la malaria, la sífilis o el saturnismo (envenenamiento por plomo, que afectaba a los pintores) acaba con él. Sus huellas se desvanecieron con la velocidad que había vivido. Pero su obra, apenas 50 pinturas, se agiganta con el tiempo. Hoy es el más moderno de los viejos maestros.