Error de diagnóstico y género Despropósitos históricos de la medicina Enfermedades de mujeres que se 'curaban' con orgasmos
Fueron prácticas médicas que se dieron por ciertas y se extendieron durante años. Hacer sangrías para ‘purificar’ la sangre o provocar orgasmos a las mujeres para curar la histeria (‘el mal del útero’) son algunos de los despropósitos que han teñido la historia de la medicina.
Que las mujeres sangraran periódicamente sin perder la vida y que cuando los sangrados se interrumpían surgiese nueva vida debió de resultar tan fascinante a nuestros ancestros que no es de extrañar que haya tantos mitos y prejuicios en torno a la menstruación. Otro asunto, sin embargo, es cuándo el asombro ante el fenómeno se convirtió en temor. Estudios académicos sitúan ese origen en la Prehistoria, cuando los cazadores vincularon el contacto que habían tenido con sangre menstrual a los ataques que sufrían después por parte de animales hambrientos atraídos, presuntamente, por el olor.
Más tarde, en la antigua Grecia, unos 500 años antes de Cristo, se le fue 'dando forma' a ese temor. Y con base 'científica'. Fue Hipócrates —el padre de la medicina y a quien se deben no pocos avances científicos— quien defendió que la menstruación tenía la función de «purgar a las mujeres de los malos humores». Se trataba de eliminar las «sustancias dañinas» del cuerpo de la mujer. Más adelante, Plinio el Viejo, en el siglo I d.C., se encargó de extender la idea de que la menstruación era un instrumento poderoso «para bien y para mal». Las ideas 'mágicas' de la medicina romana de la época abonaron el terreno para futuros despropósitos.
En cualquier caso, es preciso no perder las perspectiva histórica: entonces la sangre era sujeto de numerosos debates y prácticas médicas que arraigaron durante siglos. Las sangrías, ya fuesen hechas por un médico o por medio de sanguijuelas, fueron uno de los tratamientos más comunes realizados por cirujanos en todo el mundo durante un periodo de 2000 años, a hombres y mujeres por igual. En Europa, fueron practicadas hasta finales del siglo XVIII.
A la menstruación se vinculó pronto no solo una descripción, sino una enfermedad: la histeria. Tanto Hipócrates como Platón hablaron de ella. Ahora, la histeria se describe como un trastorno nervioso, sin causa aparente, que se caracteriza por frecuentes cambios psíquicos y alteraciones emocionales. En la antigua Grecia se atribuía a que el útero de la mujer se movía por el cuerpo y la enfermaba si le subía hasta el pecho. De ahí su nombre: istera, ‘útero’ en griego.
La percepción de la histeria como un mal femenino perduró hasta el siglo XX, y durante mucho tiempo el tratamiento consistía en que el médico estimulaba manualmente los genitales de la mujer hasta que ella llegaba a lo que llamaron «paroxismo histérico», o sea, el orgasmo. Por supuesto, la 'cura' se llevaba a cabo sin que ellas pudieran pronunciarse sobre su propio cuerpo. Lo que hoy sería claramente un abuso sexual de las pacientes estaba justificado en casi todos los casos en los que se creyera que era un mal «propio de mujeres». Y esos males eran amplios: desfallecimientos, insomnio, dolores de cabeza, pérdida de apetito, espasmos musculares, respiración entrecortada, irritabilidad...
Pero no quedaba aquí, las mujeres vírgenes y las estériles eran los grupos de población de riesgo y, por ello, había que «bajar» el útero mediante el uso de fumigaciones nasales y vaginales. El deseo sexual reprimido de las mujeres, se llegó a afirmar, era tan peligroso que podía causar ceguera.
Y así apareció el primer vibrador
En 1880, el médico británico Joseph Mortimer Granville inventó un dispositivo eléctrico para aliviar dolores musculares. Lo llamó percusser, 'percusionista'. Según una versión extendida, lo vendió a otros médicos que pronto le vieron otra utilidad: la del vibrador para pacientes histéricas a las que se pudiese acelerar el «paroxismo histérico». Se atribuye a Grandville un gran enfado y la expresión «yo nunca percusioné a una paciente femenina» cuando se enteró del uso que se daba a su aparato.
Según la investigadora Rachel Maines, autora del libro The Technology of Orgasm: Hysteria, the vibrator and Women's Sexual Satisfaction, los médicos solían tratar a las mujeres histéricas con masajes tediosos que podían durar horas. «No hay evidencia –escribe Maines– de que los médicos varones disfrutaran brindando tratamientos de masaje pélvico. Por el contrario, esta élite masculina buscaba todas las oportunidades para sustituir sus dedos por otros dispositivos, como las atenciones de un marido, las manos de una partera o algún mecanismo incansable e impersonal». Según Maines, ahí habrían entrado en juego los vibradores de Grandville.
Pero no es una teoría compartida por otros investigadores que inciden en que no hay evidencia de que los primeros vibradores se usaran para inducir orgasmos a las pacientes. La vinculación del vibrador y la histeria se produjo mucho después, cuando el invento de Grandville que se empleaba 'inocentemente' para aliviar el dolor muscular, tratar la laringitis aplicado sobre la garganta o sobre el estómago de los bebés que tenían cólicos, dejó de ser popular y cayó en desuso. Fue en los años 50 cuando la publicidad de aquellos vibradores se volvió entonces más sensual y atrevida, como reclamo: mujeres escotadas junto al eslogan «el vibrador soluciona los nervios atascados». La industria de la pornografía en esa misma época fue un paso más allá y empezó a mostrar grandes vibradores como objetos sexuales. Puede ser coincidencia, pero en 1952 la Asociación Americana de Psiquiatría declaró que la histeria femenina no era una enfermedad. Y los anuncios de vibradores desaparecieron por impúdicos.
Pero la histeria no es la única 'enfermedad' que se vinculó desde su origen a la mujer. Cada mal se produce, según Hipócrates, por el desequilibrio de uno de los fluidos corporales que, si el individuo está sano, se hallan en la proporción adecuada: la sangre, la bilis amarilla, la flema y la bilis negra. Un exceso de esta última provocaba una gran tristeza. Su teoría dio paso al término ‘melancolía’ (‘bilis negra’, en griego), utilizado entonces para nombrar la depresión. Pero entonces, en la Grecia clásica, la melancolía no tenía mala fama, porque se asociaba a las mentes creativas.
Durante la Edad Media, en cambio, la melancolía no estuvo bien vista: se consideraba una enfermedad del alma debida al exceso de ociosidad. Se asociaba a las personas con una fe poco firme o escaso carácter... o sea, se la vinculó a las mujeres.
Hildegarda de Bingen, una religiosa que fue compositora, escritora, filósofa y médica antes que santa, intentó en el siglo XII darle la vuelta al concepto, recuperar el vinculo que había tenido con la capacidad creativa y, en un acceso de feminismo impropio de la época, llegó a afirmar que la mujer es más creativa que el hombre porque el cuerpo femenino es más «poroso» debido al ciclo menstrual.
Las teorías de Hildegarda no cuajaron en la sociedad de su época y la melancolía siguió siendo tratada con métodos 'poco ortodoxos' y nada empáticos. También se usó la electricidad, como el vibrador para la histeria, pero de forma mucho más traumática: los electroshocks se impusieron durante un largo tiempo como tratamiento para depresiones y otros males psicológicos.
Desde que se inventó el electroshock en 1938, miles de personas fueron sometidas a sus descargas, pero en los años 50 muchas más las mujeres que lo padecieron. Sobre todo, mujeres artistas. Entre ellas, la escritora Sylvia Plath y las pintoras Dora Maar y Leonora Carrington.
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