La filósofa que se puso de ejemplo 80 años sin la gran pensadora Simone Weil, la mística revolucionaria que quiso cambiar el mundo

Esta filósofa se comprometió con los desfavorecidos con su pensamiento y con sus actos. Dejó su puesto de profesora y se fue a trabajar a las fábricas. Por ellos se jugó la vida y se enroló en la resistencia. Sus ideas enlazaban trascendencia, humanismo y acción social. Su pensamiento ha influido en Susan Sontag, el papa Pablo VI o Albert Camus. Se dejó morir hace ahora ochenta años.
Viernes, 23 de Junio 2023, 10:03h
Tiempo de lectura: 6 min
Un 24 de agosto de 1943, cuando la segunda gran guerra basculaba ya a favor de los aliados, en un hospital de Londres, «el único gran espíritu de nuestro tiempo», como la definió Albert Camus, entró en coma. Aquejada de una tuberculosis, se negaba a comer y repetía que esos alimentos debían enviarse a los prisioneros de guerra franceses.
Esa noche falleció. Tenía 34 años. Sus padres y su hermano, refugiados en Nueva York, se enteraron por un telegrama, Simone no los había informado de su estado, no quería preocuparlos. Su madre dijo una vez: «Si tiene usted una hija, ruego a Dios que no le salga una santa». Esa capacidad de sacrificio, esa entrega absoluta a los demás, no era fruto de una educación religiosa, no estaba bautizada y había sido educada en una familia judía, culta y acomodada del París ilustrado.
Logró huir de los nazis, pero se empeñó en regresar a Francia para combatirlos. Fue coherente con su discurso solidario
No reír, no llorar, no indignarse, comprender. Esta máxima del filósofo Spinoza es brújula de la joven Simone. Apasionada por la literatura, la política y el estudio, manifiesta desde niña un desinterés absoluto por su persona, rechaza las comodidades y el lujo, lleva ropa de corte masculino y pasea por el instituto con un ejemplar de L'Humanité, diario comunista, en el bolsillo. Es la alumna más brillante de Émile Chartier, profesor de Filosofía que practica un método de aprendizaje basado en la voluntad, a través de una atención rigurosa, del estudio exhaustivo de los clásicos y del arte de escribir.

Aprender a escribir bien es aprender a pensar bien, dirá a menudo Weil. La escritora Simone de Beauvoir la conoce en La Sorbona, cuando ambas se preparan para el ingreso en la Escuela Normal. En Memorias de una joven formal la evoca así: «Me intrigaba por su reputación de gran inteligencia y su curiosa forma de vestir […]. Por entonces, una hambruna acababa de devastar China y me contaron que, al enterarse de la noticia, se había echado a llorar […]. Me dijo de manera tajante que solo una cosa importaba hoy: una revolución que permitiera comer a todo el mundo. Le contesté que el problema no era lograr la felicidad para los hombres, sino dar un sentido a su existencia. Mirándome de arriba abajo, me dijo: 'Se ve que nunca has tenido hambre'».
En la fábrica, la desdicha
Con nota excelente y una tesis dedicada a Descartes gana la cátedra de filosofía y la destinan a un instituto de un pueblo de Normandía. Está decidida a influir en la vida política y social. Vive sola, con austeridad, y aguanta estoicamente las jaquecas, que no le dan tregua. Parte de su salario lo destina a los fondos de ayuda a los parados y a las organizaciones de socorro; se afilia al sindicato de maestros y se vuelca en la actividad sindical; al tiempo, estimula a sus alumnas animándolas al debate y haciéndoles leer a los clásicos.
Discutió con Simone de Beauvoir sobre la hambruna en China. «Se ve que nunca has tenido hambre», le dijo. Eran compañeras de clase
Esa manera de estar en el mundo no le es suficiente, decide que es necesario conectar su vida con sus ideas. Consigue la excedencia de profesora y entra a trabajar en una fábrica como obrera de prensas. La despiden porque no alcanza el ritmo marcado, luego la contratan en la Renault. «Cuando entré en la fábrica –escribe en Diario de la fábrica–, la desgracia de los demás penetró en mi carne y en mi alma […], allí he sido marcada para siempre con la impronta de la esclavitud».

De esta brutal experiencia de trabajo a destajo surge Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, donde Simone disecciona el mundo laboral: «El trabajo ya no se realiza con la conciencia orgullosa de ser útil […], hay que convertirlo en el centro espiritual de la vida humana, recuperar el espacio que la mecanización y la especialización le niegan»; profundiza en el desarraigo: «El dinero destruye las raíces por todas partes donde penetra, sustituye todas las motivaciones por el deseo de ganar».
La fábrica marca un antes y un después en su vida, critica el marxismo por utópico, a los sindicatos por burócratas, a los partidos políticos por inoperantes, pero nada doblega su compromiso con los débiles: «Solo allí, en la fábrica, puede saberse qué es la fraternidad humana».
En la guerra, la barbarie
Simone considera que, cuando ya no se puede impedir una guerra, cada uno debe tomar parte en esa calamidad con el grupo al que pertenece. Ella está al lado de los débiles. Por eso, en agosto de 1936, un mes después del estallido de la Guerra Civil española, está en Bujaraloz, en el cuartel general de Durruti, forma parte de la columna anarquista. La experiencia dura poco, sufre un accidente y la evacuan.

El virus de la barbarie ha hecho mella en su alma y decide no regresar. En una carta a Georges Bernanos, que acaba de publicar Los grandes cementerios bajo la luna, explica los motivos: «No sentía ya ninguna necesidad interior de participar en una guerra que no era ya, como me había parecido al principio, una guerra de campesinos hambrientos contra propietarios terratenientes y un clero cómplice de los propietarios, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia [...]. Se parte como voluntario, con ideas de sacrificio, y se cae en una guerra que se parece a una guerra de mercenarios, con muchas crueldades de más y el sentido del respeto debido al enemigo de menos».
La experiencia mística
Su pesimismo crece, pero su compromiso con los desdichados se mantiene intacto. Poco antes de que estalle la guerra mundial, tres experiencias le hacen tomar conciencia de que el cristianismo es su religión. La primera es en Portugal, al contemplar una procesión de mujeres de pescadores; la segunda en Asís, cuando se arrodilla ante la pureza franciscana; y la tercera, en la abadía de Solesmes, al escuchar el poema inglés Love. «Fue en el curso de una de esas declamaciones cuando Cristo mismo descendió y me tomó».

Para ella, el cristianismo es la religión de los esclavos, siendo ella una esclava, nada más lógico que considerarse católica cristiana de derecho, aunque matiza, «pero no de hecho», y vincula su experiencia mística con la poesía y el arte, no con el dogma ni el rezo, por eso se negará a bautizarse, y mantendrá con sus amigos católicos distancias tan insalvables como las que tuvo con sindicalistas y marxistas.
La invasión de Francia por los alemanes la empuja, junto con su familia, a Marsella; allí se introduce en los medios católicos y colabora con la resistencia. Acompaña a sus padres a Nueva York y enseguida se embarca de nuevo para Europa, necesita el compromiso: «Deseo que me manden de nuevo a Francia con una misión determinada, a ser posible peligrosa». Nunca lo conseguirá.
La vitalidad inagotable de esta mujer irrepetible, que cargó sobre sus espaldas toda la desgracia del mundo, se apagó para siempre en Londres.
El pensamiento de una mujer comprometida
La reflexión político-social y el cristianismo son los dos grandes ejes del pensamiento de Simone Weil. A partir de su experiencia en la fábrica teoriza sobre que el trabajo se ha convertido en miseria física y moral, es regresión, y rechaza la división entre trabajo manual e intelectual. Diagnostica antes que nadie las contradicciones del comunismo y es una precursora del diálogo entre cristianos y marxistas. Descarta el recurso a la violencia revolucionaria, ya que conduce a nuevas formas de opresión. Desarrolla el concepto de 'desdicha', que no solo es sufrimiento físico, es desarraigo, angustia del alma. En sus escritos de Londres aborda una nueva Constitución y propone que el pueblo designe hombres, no partidos. Considera que el ejecutivo y el legislativo deben estar subordinados al poder judicial, por ello los jueces han de tener una formación espiritual y humanística.
-
1 El hombre que habla con las nubes avisa: «En el Mediterráneo también tenemos huracanes»
-
2 Construyendo a Putin en 8 instantes: cuando Occidente creyó que podía entenderse con el líder ruso
-
3 Ya tenemos microplásticos hasta en la sangre
-
4 Cuatro artistas frente a sus obras más inspiradoras
-
5 Galletas Nicoleto con chocolate aromatizado