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Que torturen a las mujeres». La frase no era suya, pero a Alfred Hitchcock le gustaba utilizarla adoptando el consejo del dramaturgo Victorien Sardou sobre la fórmula infalible para construir una trama. Es más, en los años 30, cuando el nombre del director comenzaba a sonarle familiar al público y a la industria, éste añadió: «El problema en la actualidad es que no torturamos bastante a las mujeres».
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Pódcast | Alfred Hitchcock, el torturador de mujeres
Ingrid Bergman, Grace Kelly, Tippi Hedren... Hitchcock sentía por sus divas una inquietante combinación de amor y odio. Algunas sufrieron torturas físicas, psicológicas y hasta acoso sexual. Cuando se cumplen 125 años de su nacimiento, repasamos el lado más oscuro del genio del cine de suspense en el nuevo pódcast de Las voces de XLSemanal.
Hitchcock fue «un hombre lleno de desprecio hacia sí mismo, refugiado en el ejercicio del poder y la recreación de sus fantasías», en palabras de Donald Spoto, biógrafo de estrellas de Hollywood que ha dedicado al maestro del suspense cuatro libros. En uno de ellos, Las damas de Hitchcock, se explaya sobre la obsesión del director por las rubias y el maltrato a sus actrices a través de testimonios de los protagonistas de sus rodajes, recogidos en su día con el compromiso de no ser revelados mientras vivieran.
Cuenta Spoto que la vertiente sádica del genio del suspense alcanzó su clímax con Tippi Hedren, su última gran diva, en los rodajes de Los pájaros y Marnie la ladrona. Al final de la primera, una asustada Hedren, atrapada en una habitación, sufre un ataque brutal por parte de una enloquecida bandada de aves. La escena apenas dura dos minutos; el rodaje de la misma requirió cinco días de tortuosas sesiones.
La actriz llegó al plató un lunes por la mañana, la situaron en un rincón y, al grito de «¡Acción!», empezaron a arrojarle pájaros, igualmente asustados, toma tras toma. A mediodía, el plató y la actriz estaban cubiertos de excrementos. La tortura se prolongó hasta el viernes. «Ese día –refirió Hedren– me colocaron bandas bajo el vestido y pasaron por unos agujeros en la ropa varios hilos elásticos que ataron a las patas de las aves para que cayeran una y otra vez sobre mí. De pronto, una saltó de mi hombro a la cara y me arañó».
Tippi se desplomó gritando que no lo soportaba más. La actriz fue llevada a su camerino en estado de shock clínico y, por un rato, no dio señales de vida. Los médicos le recomendaron diez días de reposo. «¡Pero no podemos seguir sin ella! –protestó Hitchcock–, ¡la necesito el lunes para las últimas tomas!» «¿Está usted loco? –dijo el médico–, ¿acaso quiere matarla?»
Hitchcock compartía el estereotipo que dibuja a las rubias como seres banales y frívolos, idea enraizada en la cultura popular desde los romanos, que obligaban a las prostitutas a teñirse de rubio, y reforzada en el siglo XX con mitos eróticos superficiales e hipersexuales como Jean Harlow, Marilyn Monroe o Jayne Mansfield. Para sus obras, no obstante, prefería algo más sutil: «Busco damas que se transformen en fulanas en el dormitorio. Si el sexo es muy llamativo y evidente, no hay suspense», le dijo a su colega François Truffaut.
Para salir de dudas, basta observar la evolución del personaje de Grace Kelly en La ventana indiscreta, actriz que a Hitchcock le interesaba porque «en ella el sexo era indirecto». En su diálogo, Truffaut y Hitchcock compartieron cierta visión del asunto: «Prefiero las anglosajonas a las latinas. Una chica inglesa con aspecto de institutriz puede montar en tu taxi y, sin inmutarse, desabrocharte la bragueta»
En su libro, Spoto repasa los primeros rodajes del director para subrayar su carácter despótico, como cuando a Elsie Randolph, actriz alérgica al humo contratada para Lo mejor es lo malo conocido (1932), la hizo rodar en una cabina llena de vapor. Madeleine Carroll, por su parte, estrella de Los 39 escalones (1935) fue arrastrada, empujada bajo una cascada y obligada a saltar obstáculos esposada a su coprotagonista Robert Donat hasta que sus muñecas quedaron magulladas. Hitchcock, confesó, estaba decidido a vejarla tanto como hiciera falta para prepararla ante las humillaciones que sufriría su personaje.
La aparición de Ingrid Bergman supuso el inicio de una nueva tendencia en la vida de Hitchcock, convirtiendo a sus estrellas en maniquíes que intentaba modelar a su gusto y monopolizarlas para su disfrute exclusivo. Gregory Peck, compañero de Bergman en Recuerda (1945), nunca olvidó la turbación del director: «Cada vez que Hitchcock estaba con Ingrid, yo tenía la sensación de que algo lo afectaba, sufría».
Hitchcock se enamoró perdidamente de Bergman, aunque pareció aceptar con entereza la negativa de la sueca a caer en sus brazos. Con ella se mostró siempre atento y cortés, con detalles que confundieron a sus colaboradores. En el plató de Encadenados (1946), la actriz le dijo un día: «Escucha Hitch, el aspecto de la chica en esta toma no está bien. Se sobresalta muy pronto». Se hizo un silencio sepulcral. Para sorpresa de todos, Hitchcock contestó: «Creo que tienes razón».
En una repetición de su fantasía con Ingrid, que acabó yéndose a Italia con Roberto Rossellini, lo que Hitchcock no encajó demasiado bien, el director no tardó en obsesionarse con una nueva musa. La indefinible combinación de elegancia y sexualidad de Grace Kelly convenció a Hitch de que podría convertirla en una estrella. La diseñadora de vestuario de La ventana indiscreta (1954) recordaba la precisión de Hitchcock para vestir a Grace. «Estaba seguro de cada detalle. Quería que apareciera como una figura de porcelana de Dresde, ligeramente intocable».
Durante el rodaje de Crimen perfecto, un año antes, el genio había intentado escandalizar al nuevo objeto de deseo con su humor cuartelero. «Le dije que en las monjas había oído cosas peores y le encantó», contó ella. Cuando Kelly lo dejó todo por una vida de princesa a los 26 años, el director declaró: «Me alegro de que haya encontrado el papel de su vida».
La siguiente de la lista fue Kim Novak, a quien Hitchcock guardó un eterno resentimiento. Años después del estreno de Vértigo (1958) declaraba cosas del tipo: «La mayoría de los actores son como niños estúpidos. Piensen en Kim Novak, cuando va de morena y parece menos Kim Novak, logré incluso que actuara; pero la única razón por la que la contraté fue porque Vera Miles [estrella de Falso culpable (1956)] se quedó embarazada».
Pese a estas palabras, Vértigo es un ejemplar testimonio de la obsesión de Hitchcock por moldear a una actriz de acuerdo a su ideal de la perfección rubia. Supervisaba todo lo relacionado con la presentación de Novak en la pantalla: peinados, guardarropa, maquillaje, zapatos... «Durante el rodaje –recordó la actriz– fue como si Hitchcock fuera Elster, el hombre [James Stewart] que en la película me decía que interpretara un papel, lo que tenía que hacer y lo que tenía que ponerme».
Janet Leigh apenas trabajó 20 días en Psicosis, más que suficientes para sufrir el siniestro sentido del humor de su jefe; tuvo suerte de poseer un corazón robusto. Mientras experimentaba con cráneos disecados para la composición del cadáver momificado de la señora Bates, Hitchcock los probó con su estrella. «Di unos gritos escalofriantes cuando entré en mi camerino y me topé con una de aquellas monstruosidades sentada en mi silla de maquillaje –rememoró Leigh–. No sé si fue una broma o un intento de mantenerme al borde de un ataque de nervios por el bien de mi papel».
La lista de precedentes, ya se ve, es larga, aunque ninguna actriz sufrió el lado retorcido de Hitchcock como Tippi Hedren, una completa desconocida hasta Los pájaros. De nuevo, el genio supervisó la elección de vestidos, joyas, accesorios, peinados, pelucas, maquillaje o el abrigo de visón que luciría el personaje. Al terminar la película, subrayándolo como un gran gesto de generosidad por su parte, Hitch se lo regaló como si lo hubiera pagado de su bolsillo. Hedren lo supo después; la factura había sido cargada al estudio.
A medida que avanzaba el rodaje, el genio empezó a observar a Tippi; ponía la oreja cuando hablaba con otros o llamaba por teléfono y la enviaba flores, vino y notas llenas de sentimentalismo infantil. Incluso ordenó a uno de sus ayudantes que sustrajera un papel escrito de puño y letra de Tippi para llevarlo a un grafólogo. «A veces me seguían por la calle y Hitchcock recibía informes sobre mí».
Hasta la hija de Tippi, Melanie Griffith, que por entonces apenas contaba cinco años, se dio cuenta: «Hitch estaba apartando a mi madre de mí y llegaron a prohibirme ir a verla al estudio». Un día, el director le regaló a la pequeña una muñeca a imagen y semejanza de su mamá. Hubiera sido un tierno detalle de no ser porque venía embalada en una caja negra de madera, a modo de ataúd. Melanie se echó a llorar; pensaba que su mamá había muerto.
Los episodios desagradables se sucedían. «Un día, Hitch y yo viajábamos en una limusina hacia el hotel donde se alojaba todo el equipo –recordaba Tippi–. En el aparcamiento había varios colegas y, al verlos, Hitch se abalanzó sobre mí y me abrazó para que creyeran que estábamos en pleno arrebato romántico. Me lo quité de encima y me bajé del coche».
Al concluir Los pájaros, la actriz, obligada por contrato, siguió a las órdenes de Hitchcock en Marnie la ladrona, sólo después de que éste intentara persuadir a Grace Kelly para un frustrado regreso a la pantalla. «Un día, Hitch se me acercó en el plató y me susurró: ‘Acariciame’. No tenía la menor consideración hacia mí». Al final de la jornada, alterada, Tippi fue a ver a la asistente de Hitchcock: «Ella le explicó lo desdichada que me sentía y, cuando volvió, me dijo que él estaba triste porque nunca lo había invitado a cenar a mi casa». A partir de ahí, Hedren no podía abandonar el estudio sin el consentimiento de Hitchcock. No contento con recrear el sueño de su mujer ideal, se comportaba como si fuera el dueño de una vida ajena.
Hitchcock creía realmente que Tippi podría ser suya: ésa fue la cúspide de su autoengaño. «Me dijo –recordó Tippi– que tenía una fantasía en la que estábamos de pie en el salón de su casa, y los rayos de Luna nos envolvían. Estaba convencido de que estaba enamorada de él». En marzo de 1964, cerca del final del rodaje, se alcanzó un punto crítico. «Hitch me llevó a su despacho y me dijo que, desde ese instante, esperaba que yo estuviera sexualmente disponible para él donde y siempre que quisiera».
Después de tres años, Tippi saltó: «¡No aguanto más! ¡Quiero romper este contrato!». Y Hitchcock: «Pero no puedes, ¿verdad? ¿Qué será de tu hija, de tus padres? Arruinaré tu carrera, no volverás a trabajar. ¡Te destruiré!». Poco después, Tippi se fue a vivir con su agente, Noel Marshall, con quien acabaría casándose, todo un disgusto para Hitchcock.
«Estoy convencido –escribió Truffaut– de que no volvió a ser el mismo después de Marnie... No tanto por su tropiezo en taquilla (ya había sufrido otros) como por el descalabro de su relación con Hedren».
A partir de 1965, Hitch, al que siempre le gustó beber, empezó a alcoholizarse en proporciones peligrosas. En las entrevistas que concedió hasta su muerte enumeraba los grandes placeres de su vida; dirigir no era uno de ellos. «Comer, beber y dormir. Bebo como un cosaco. ¿No ha visto el rostro tan colorado que tengo? Además, podría morir comiendo». En sus palabras había un tono patético y carente de humor.