El neurólogo que escapó de Hitler Pionero en el estudio de la resiliencia Boris Cyrulnik: «Yo creía que todos los nazis eran malos. Pero no es tan simple»
Boris Cyrulnik es el neuropsiquiatra más famoso del mundo gracias a sus estudios sobre la resiliencia. Su preocupación por el dolor humano hunde sus raíces en la infancia, cuando escapó de morir en un campo de exterminio con 6 años.
Viernes, 17 de Marzo 2023, 09:43h
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Boris Cyrulnik es neuropsiquiatra, tiene 85 años, lleva más de cinco décadas casado, tiene hijos y nietos, da clases en la Universidad francesa de Tolón, también asesora a políticos y escribe best sellers. Una vida plena. Pero su infancia estuvo llena de miedo, sus padres murieron en los campos de exterminio nazis. Ese pavor lo sigue marcando hoy, y nunca ha dejado de preguntarse por qué el ser humano asesina o comete atentados en el nombre de una ideología. Está considerado un pionero en el estudio de la resiliencia, que investiga hasta qué punto las personas pueden llevar una vida positiva tras haber sufrido experiencias traumáticas. Su nuevo libro gira en torno a su infancia y analiza cómo se extienden el odio y la persecución.
XLSemanal. Cuando tenía 6 años, fue condenado a muerte.
Boris Cyrulnik. Mis padres habían huido de Ucrania y se instalaron en Francia. Mi padre se alistó y no volví a verlo. Mi madre me entregó a los servicios sociales en 1942. Yo tenía 4 años. Sabía que la Gestapo la iba a arrestar al día siguiente.
XL. En el sur de Francia estaba el Gobierno colaboracionista nazi...
B.C. Todo ese tiempo viví con personas que me escondieron. Primero, con una de mis cuidadoras, que me sacó del hogar para niños en el que estaba; luego, con otra familia igual de valiente. Me decían: «No salgas; si te ven, iremos todos a la cárcel». Yo no lo entendía. Hasta que una mañana vi a cuatro hombres junto a mi cama que me apuntaban con una pistola. La mujer que me escondía les dijo: «Si le dejan vivir, no le diremos al niño que es judío».
XL. ¿Usted no lo sabía?
B.C. Mi familia no celebraba rituales judíos. Y los que me escondían me habían puesto un nombre muy francés, Jean Laborde. No sabía mis orígenes. Pero dio igual, esos hombres me llevaron a la sinagoga de Burdeos, donde encerraban a los judíos que iban a ser enviados a los campos de exterminio. Ese mismo día detuvieron a 1700 personas. Hubo dos supervivientes, uno de ellos fui yo.
XL. ¿Cómo se libró?
B.C. Pusieron dos mesas frente a la sinagoga y un oficial alemán entre ellas, que unas veces señalaba con su bastón a la derecha y otras a la izquierda. La gente decía que en una de las mesas apuntaban a los que iban a ser asesinados y en la otra a los que mandaban a trabajar a Alemania. Unos decían: «Hazte el enfermo». «No –decían otros–, así te matarán seguro». Solo entonces fui consciente de que aquellos hombres querían matarnos. Y lo vi claro: ¡tienes que salir de aquí!
XL. ¿Qué pasó luego?
B.C. Me escondí encima de la cisterna de un retrete. Aguardé allí, inmóvil, hasta que todo se quedó en silencio. Se llevaron a todos. Cuando salí a la calle, había una enfermera al lado de una ambulancia y una mujer herida en una camilla. La enfermera me dijo por señas que me escondiera debajo de la mujer. Un soldado alemán dio la orden de arrancar. Hoy sigo pensando que me vio y no dijo nada. Así es la guerra. Una inexplicable yuxtaposición de humanidad e inhumanidad. Como ahora en Ucrania.
XL. ¿Tiene contacto con sus parientes ucranianos?
B.C. Solo pude encontrar a la hermana de mi madre. Vivíamos los dos en nueve metros cuadrados. Poco a poco fuimos sabiendo de la muerte de todos los demás. Mi tía se negaba a hablar del tema. Un par de veces intenté contarle mi detención a algún adulto, pero siempre se reían y decían: «¡Qué historias se inventa el pequeño Boris!». Había un rechazo colectivo a hablar. Muchos franceses se sentían avergonzados de que su país hubiese colaborado con los alemanes.
XL. ¿Qué efecto tuvo en usted?
B.C. Me sentía incomprendido. No me quedaba más que recluirme en el silencio.
XL. ¿Qué lo ayudó a no hundirse?
B.C. Vivía convencido de que habría tenido unos padres perfectos si no hubiesen muerto. Eso me daba seguridad. Y durante el tiempo que pasé escondido siempre estuve rodeado de gente maravillosa. El aislamiento deja huellas profundas en esta etapa de la vida, acabamos de verlo con la pandemia, el número de jóvenes que sufren depresión se ha disparado. El hecho de haber conocido solo amabilidad durante mi etapa de encierro me protegió.
XL. ¿Cuándo empezó a hablar de sus recuerdos?
B.C. Con 46 años. Me invitaron a un programa de televisión. La enfermera que me ayudó a esconderme delante de la sinagoga llamó a la redacción y dejó sus señas. Cuando terminó el programa, fui a verla. También llamó gente que me escondió. Y la mujer ensangrentada tumbada en la camilla. Hablar con ellos me ayudó mucho.
XL. ¿En qué sentido?
B.C. Al hablar, entendemos mejor lo que nos ha ocurrido. Y nuestros recuerdos se transforman. Si después de una guerra o de un atentado las personas no hablan de lo sucedido, no cambian la forma en la que ven su desgracia. Por la noche tienen las mismas pesadillas, se quedan atrapadas en sus recuerdos.
XL. Pero a veces es mejor arrinconar lo negativo...
B.C. Puede ser un mecanismo de protección provisional. Pero no hace que el trauma desaparezca.
XL. Además de hablar, ¿qué es importante?
B.C. Si durante sus primeros mil días de vida un niño construye un vínculo positivo con un adulto, si en casa se siente seguro, entonces la posibilidad de que más adelante sea capaz de sobreponerse a las experiencias traumáticas es mayor. Si los primeros años son malos, será más vulnerable. Si se ve expuesto al odio o la violencia, sufrirá con una intensidad diez veces mayor. El riesgo de que caiga en la desesperación o se vuelva él mismo violento es muy alto.
«Me escondí encima de la cisterna del retrete. Aguardé inmóvil hasta que se llevaron a todos. Al salir, una enfermera me dijo por señas que me ocultara debajo de una camilla»
XL. ¿Hasta qué punto es posible evitarlo?
B.C. No hay garantías, pero contar con un apoyo adecuado es extremadamente importante. Se pudo ver tras el atentado de la sala Bataclan, en París...
XL. Donde hace siete años unos islamistas asesinaron a 90 personas.
B.C. En aquellas horas, mucha gente dio lo mejor de sí: los médicos, los bomberos y los vecinos, además de los psicólogos y los políticos. Un año más tarde, en el 90 por ciento de las personas afectadas ya no se percibían traumas. A los ocho meses, un camión arrolló a una multitud en Niza. El apoyo a las víctimas no fue tan completo y muchas de las personas que estuvieron allí siguen teniendo traumas.
XL. ¿Cómo se explican el odio y el terrorismo?
B.C. Donde mejor crece el odio es en las visiones cerradas del mundo. Y todos somos susceptibles de caer en ese patrón. Lo fácil es fijarse solo en los islamistas, en los seguidores de las teorías de la conspiración, en Vladímir Putin o en Donald Trump. Pero hasta los años setenta colegas míos seccionaban vías nerviosas del cerebro porque creían haber encontrado el mejor tratamiento contra la psicosis y la depresión. Al inventor de esta lobotomía le dieron el Premio Nobel. Pero, tras la operación, muchos pacientes sufrían alteraciones emocionales severas. A pesar de ello, los partidarios de la lobotomía siguieron aferrados a su lógica. Los comunistas son otro ejemplo. Lo viví en primera persona.
XL. ¿Fue comunista?
B.C. Sí, como muchos judíos después de la guerra, que querían oponerse al legado nazi. Tenía 14 años y me sumergí completamente en esa visión del mundo, incluida la manera de informarme. En esa situación, solo te quedas con las noticias que se adaptan a tu teoría. Después de un periodo tan difícil como el que había vivido, aquellos fueron años felices para mí. Éramos un grupo que pensaba igual. Éramos jóvenes, debatíamos. Romper ese vínculo me resultó muy duro.
XL. ¿Cómo fue?
B.C. En 1954, me enviaron a Rumanía y lo que vi no tenía nada que ver con el buen comunismo que me habían prometido. Mis superiores me dijeron: «Si piensas eso, debes irte». Tenía 17 años, perdí a mis amigos. Y fue doloroso, porque en su esencia el comunismo es una utopía pacífica y me parecía inconcebible que de ella pudiera surgir el odio. Hoy sé que el odio erotiza a las personas. El que odia se siente relevante y poderoso. El odio detiene el pensamiento y la capacidad de dudar. Es el cemento del clan.
«El bien y el mal están en cada uno de nosotros. Es un pensamiento que asusta, pero aceptarlo impediría toda forma de ideología. Nadie está de entrada en el lado correcto. Tampoco uno mismo»
XL. ¿Qué quiere decir con eso?
B.C. Pertenecer a un grupo te da confianza. Sobre todo a personas que se sienten apartadas e incomprendidas. Y si, además, el grupo aporta un propósito, esa sensación de clan se refuerza. Tener las mismas ideas genera un sentimiento de pertenencia. El odio hacia los que dudan, los que piensan diferente, los de fuera... mantiene al clan unido.
XL. Es un patrón ancestral. ¿Qué resulta diferente hoy en día?
B.C. Internet se lo pone más fácil al odio. Alimenta a los clanes con teorías de odio. La simple asunción de que los judíos, los extranjeros o quien sea hacen que tu vida sea más difícil basta para generar una sensación de amenaza. Dicho de otra forma: acabas sintiendo lo que piensas. Si te sientes dejado de lado por la sociedad, es difícil resistirse al maniqueísmo, al pensamiento de blanco o negro. Los eslóganes simplistas contribuyen a consolidar este pensamiento de extremos. Por eso, todos deberíamos hablar los unos con los otros sin verdades absolutas. Hay que aprender a hacerlo. En mi caso resultó una lección difícil.
XL. ¿Por qué?
B.C. Yo siempre lo había tenido muy claro: todas las personas que me escondían eran buenas y todos los nazis eran malos. Pero me di cuenta de que no era tan simple. El bien y el mal se ocultan en todos y cada uno de nosotros. Es un pensamiento que asusta, pero aceptarlo impediría toda forma de ideología. Significaría que nadie está de entrada en el lado correcto. Tampoco uno mismo.
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