
Acompañó a Hitler hasta sus últimos días en el búnker. Obligada a elaborar platos saludables para el Führer y aterrada por su situación, su figura había pasado inadvertida hasta que un historiador ha hallado su correspondencia privada.
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Acompañó a Hitler hasta sus últimos días en el búnker. Obligada a elaborar platos saludables para el Führer y aterrada por su situación, su figura había pasado inadvertida hasta que un historiador ha hallado su correspondencia privada.
Figura en la historia del cine. Aunque solo sea por una aparición fugaz: en la película El hundimiento (2004), un avejentado y casi senil Adolf Hitler –interpretado por el actor Bruno Ganz– engulle a toda prisa un último plato de pasta con tomate en el búnker de la Cancillería el 30 de abril de 1945. Al terminar, el dictador da las gracias a la cocinera: «Muy rico, señorita Manziarly».
Aquella mujer -que en el filme interpretó Bettina Redlich–existió en la realidad. Se trata de Constanze Manziarly, la cocinera encargada desde marzo de 1944 de preparar platos sanos para un Hitler enfermo del estómago. En los últimos meses de la guerra formó parte de la corte hitleriana y compartió casi todas las comidas y muchas 'meriendas' nocturnas con el líder nazi. Sin embargo, durante todos estos años, para los historiadores ha sido poco más que un espectro. De hecho, dos de los principales biógrafos de Hitler, Joachim Fest e ian Kershaw, fueron incapaces de escribir correctamente en sus respectivas obras el apellido Manziarly.
El historiador Stefan Dietrich ha cambiado las cosas. al publicar un ensayo que pone el foco sobre la misteriosa figura que compartió el día a día de Hitler, primero, en la Guarida del lobo –su cuartel general en Prusia Oriental– y, más tarde, en el búnker de la Cancillería de Berlín.
Dietrich consiguió localizar a una hermana de Manziarly, muy anciana (y ahora ya fallecida), que todavía conservaba 13 cartas escritas por la cocinera y dietista de Hitler. Aquellas cartas hablan de una mujer agotada que cocinaba sin pausa para el dictador y otros jerarcas nazis.
En una de ellas, fechada el 29 de agosto de 1944, la cocinera, que por entonces contaba 24 años, se queja de mala salud, a pesar de su juventud. «Una alimentación descontrolada, tanto probar los platos», estaba haciendo mella en su constitución. Además, la proximidad directa de la élite nazi la sometía inevitablemente a un gran estrés: «Te encuentras con dificultades insospechadas, de las que no puedo hablar. ¡Siempre con un pie en la tumba, sin exagerar!», le contó a su hermana.
Aquel trabajo en la cocina del tirano no era la verdadera vocación de Manziarly. La joven tirolesa en realidad quería trabajar como profesora de ciencias del hogar. Pero unas prácticas de alimentación crudista en una clínica privada cerca de Berchtesgaden acabaron llevando a esta aspirante a profesora al círculo del poder nazi.
La cocina de la clínica suministraba platos saludables y fáciles de digerir a Adolf Hitler cuando este se encontraba en el Berghof, su residencia de descanso en la región bávara del Obersalzberg. La joven en prácticas no solo tenía que preparar los platos, sino que también le tocaba llevarlos al Berghof, una tarea que no le resultaba agradable. «Tengo que quedarme todo el tiempo que él está allí», se lamentaba a su familia. En abril de 1944, a los pocos días de haber empezado con sus nuevas funciones, ya decía: «lo que más me agota es el peso enorme de la responsabilidad».
Hitler, que había renunciado a comer carne en los años treinta, estaba encantado con ella. «¡Tengo una cocinera con un nombre mozartiano!», comentaba. la mujer de Mozart también se llamaba Constanze, aunque se la conocía por el diminutivo cariñoso de Stanzerl.
El historiador cree que Manziarly no pudo resistirse al abrazo del oso de Hitler, en forma de un puesto fijo: «igual que en la película El padrino, le hizo una oferta que no podía rechazar». Así, el 3 de abril de 1944 escribe: «Cualquier negativa es inútil, e incluso podría llevarme ante un tribunal».
Su principal comensal no suponía un reto culinario. A Hitler le gustaba comer sobre todo papilla de mijo o quark con aceite de linaza. Como sustitutivo de la carne, tomaba setas troceadas. Desde el comienzo de la guerra, el comandante supremo del ejército alemán, acérrimo defensor de la frugalidad del soldado, había pasado a tomar de postre solo una manzana rallada en lugar de dos. Su cocinera vigilaba el cumplimiento de su rutina alimentaria. «El F. (Führer) ha comido bien», anotaba con diligencia en el menú correspondiente.
Sin embargo, el hombre que gustaba de presentarse como un asceta solía perder la autodisciplina durante las tertulias nocturnas; una y otra vez se dirigía al bufé de dulces. «Todos los días me paso mucho tiempo haciendo pasteles, a veces horas, pero por la noche no queda ni rastro», afirmó Manziarly sobre la debilidad de Hitler por la repostería.
El tirano respondía con un afecto extraño a tantos desvelos por su bienestar físico. En el otoño de 1944, por ejemplo, pidió que le regalaran a Manziarly «gruesas medias de uniforme color gris», presumiblemente en la creencia de que serían del agrado de la joven. «El jefe se ha informado mal sobre los gustos de las damas», comentó con humor la cronista.
Para evitar que cualquier persona ajena a la familia conociera la identidad de su verdadero jefe y el lugar donde se encontraba, a partir de octubre de 1944 Manziarly empezó a usar en sus cartas un código: Hitler pasó a ser «el médico jefe», la residencia de Hitler en Berchtesgaden era «el sanatorio», y la Cancillería del Reich en Berlín recibió el nombre en clave de «casa de reposo».
Los hombres de las SS que rodeaban a Hitler llamaban a la cocinera «señorita Marzipani». Al margen de pequeñas bromas como esta, su misión se iba haciendo cada día más deprimente. Un momento especialmente sombrío para el pequeño grupo que convivía en el búnker fue cuando, poco antes de su suicidio, Hitler les enseñó cómo había que morder las cápsulas de cianuro que les habían repartido. Constanze Manziarly se reconoció aterrada por la escena.
La tarde del 30 de abril de 1945 cocinó por última vez para su jefe (huevos fritos con puré de patatas), aunque el Führer ya llevaba varias horas muerto. Esta cena póstuma debió de haber servido para ocultar durante un tiempo que Hitler había decidido eludir la responsabilidad por sus terribles crímenes mediante un disparo en la cabeza.
Dos días más tarde, el destino de Manziarly también quedó sellado: consiguió salir del complejo del búnker junto con la secretaria Traudl Junge, pero fue capturada por soldados soviéticos el 2 de mayo. «Quieren ver mis papeles», le gritó a la secretaria. Luego desapareció en un túnel del metro acompañada por los soldados y no se la volvió a ver más.
Hasta mediados de la década de 1930, Hitler disfrutaba de una salud asombrosamente buena si tenemos en cuenta que apenas consumía proteínas. Padecía dolores de estómago crónicos, pero su estado físico era excelente en general. En 1931, a raíz de la muerte de su sobrina y amante, Geli Raubal, 19 años menor que él, Hitler se deprimió tanto que adoptó una estrambótica dieta vegetariana.... Leer más