![Cesáreo Gutiérrez, a la derecha, sentado en una silla, junto a su compañero Hilario Rojo en la entrada a la galería de una antigua mina.](https://s3.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/2024/12/26/despoblacion-kdBC-U230390528668WKD-1200x952@Diario%20Montanes.jpg)
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Cesáreo Gutiérrez es de cuerpo pequeño y uno piensa, cuando le escucha, que cómo puede caber en él tanta vida. Ochenta y nueve años dice que tiene. «En mayo, si llego, noventa». Estaba a punto de echarse la siesta contra la ventana, por la que se cuela la luz mojada de un diciembre húmedo, en el sofá donde ha gastado los recuerdos de tanto pensarlos. En su casa, en Toporias (Udías), tan vieja como él y tan grande como su memoria. Con el paisaje que recorrió de joven y que ahora mira como si estuviera ahí, en la hierba que crece al otro lado de la carretera, el rastro de su niñez. Su discurso está plagado de nombres propios que retiene en el presente con la voz un poco atragantada. «Nací en la casa donde vivía Marcelino y soy el tercero de cuatro hermanos. De mi infancia recuerdo que estaba todo el día del vecino para el que trabajaban mis padres. Una esclavitud». Había entonces en Udías «unos pocos terratenientes» y el resto trabajaba lo que podía. Que era mucho a cambio de muy poco. «A veces la vecina le enviaba a mi madre un cuarto de borona bien cocida, con una altura así –explica, y junta dos dedos que son más huesos que carne–». La vida mejoró algo después, cuando sin cumplir los 18 empezó a trabajar en la mina de Udías, en Pelurgo, de donde se extraía zinc proveniente de los minerales blenda y pirita. «Tenía que cortar las mechas para los dinamiteros. Todas iguales, de 1,45 metros. Yo intentaba aprovechar todo para que no se desperdiciara la mecha y viene un día el facultativo y me dice: pero tú qué eres ¿economista? yo he pasado porque en mi casa había mucha miseria y procuro que no se desperdicie nada».
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Se tiene en buena estima Cesáreo. «Desde el principio destaqué». Al cabo de un tiempo fue enviado, con otros tantos de Pelurgo, a la mina de Puente San Miguel, donde se jubilaría cuarenta años después. «A los sesenta ya me dijeron que tenía que dejar de trabajar, que estaba perdiendo dinero», relata como si fuera eso, el trabajo, lo que le ha hecho persona. Total, continúa, «que a los 24 me mandaron a Reocín y me dice un día uno: ¿a ti no te gustaría estar en el laboratorio? y allá que fui». Su labor consistía en «preparar las muestras para analizar los minerales». No picaba la piedra ni estaba bajo tierra, pero cuando llegaba a casa se ponía a arreglar las vacas. ¿Y qué hacía? «Pues ayudar algo en casa, pero no mucho, porque no había ganas. Me dejaban darme una vuelta por ahí». Tuvo una novia, «pero no me resultó bien y me tomaron mucho el pelo». Cesáreo es soltero, pero no es un soltero solitario. Los golpes de sus sobrinos-nietos, que juegan en el piso de arriba, retumban en el techo del salón. En una postal navideña pone: «te queremos 'titi'».
Titi es este hombre bajo, afable y de nariz chata con una boina en la cabeza que redondea su expresión.
«¿El pueblo? pues ha cambiado bastante porque la juventud se ha ido marchando y Aquí la gente tenía ganado mixto y con cuatro o cinco vacas y un 'jornalucu' se iba viviendo». ¿Cómo ve el mundo de ahora? «muy mal, en nuestra época la vida pero ahora hay un gobierno en cada municipio y al final siempre se benefician los mismos.Cuando hicieron la concentración parcelaria ganaron los que más tenían. Yo tuve la mala suerte de guardar ovejas, pero hay quien no tiene ni que guardar un perro y entonces, ¿de dónde saca el dinero?». A Cesáreo la vida, hasta ahora, se le hacía «normal», pero «últimamente se me hace corta, como que ha pasado sin que me haya enterado».
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David S. Olabarri y Lidia Carvajal
Iker Elduayen y Amaia Oficialdegui
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