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A Elena es casi imposible sacarla de esta afirmación, que repite en bucle: «Una humillación tras otra, una humillación detrás de otra». Pronto cumplirá los 26 y lo que cuenta le ocurrió en 1º y 2º de carrera (con 18 y 19 años), pero ... lo sigue teniendo a flor de piel y, sobre todo, no se ha terminado el miedo al joven que empezó siendo un novio atento y acabó con su etiqueta judicial de acosador con orden de alejamiento de por medio. Han pasado seis años de este capítulo de su vida, pero no están cerradas las heridas («cada vez que asesinan a una mujer tengo ganas de llorar»). Así que Elena no quiere que se haga público su nombre real, ni qué grado cursó, ni a qué se dedica a día de hoy, ni siquiera de qué población cántabra es.
A lo largo de la entrevista con El Diario Montañés también pedirá infinidad de veces que algunos detalles que cuenta no se escriban. «Esto no lo pongas» es la segunda frase que más repite. No tanto por ella, ahora capaz de verbalizarlo, como por sus padres, «que saben la mitad de la mitad» de lo que le ocurrió con un chico de tantos, que iba unos cursos por delante de ella en la universidad «y de buen apellido. Socialmente era más que yo», resume tras explicar que ella procede de una familia «normal y corriente. En mi casa íbamos de vacaciones una vez al año y, en la de mi ex hacían viajes a menudo que no se puede permitir todo el mundo».
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Elena da este detalle porque esta convencida de que esa desigualdad económica tuvo mucho que ver en cómo se torció una relación que se inició «de flechazo total entre los dos en la facultad». Al poco tiempo de conocerse, él ya la llevaba y traía a todas partes en su coche «y se sabía mis horarios de todo mejor que yo. Me hacía gracia al principio pero, con el tiempo, vi que el 'te llevo, te traigo' no era por ponérmelo fácil a mí, sino por controlarme desde que salía de casa hasta que volvía». Ninguna de sus amigas y amigos del instituto eligió su mismo grado, así que 'el novio' enseguida se transformó en su única relación diaria. Ella dejó de quedar con sus antiguos amigos («y no lo veía tan raro. De repente todos estábamos en carreras distintas, los intereses cambian, los grupos se hicieron más grandes o más pequeños... Me pareció algo natural»). Su chico sí que siguió viéndose con su gente de antes: «Me llevaba a casa y él luego salía».
Según relata, la relación duró dos años «y el primero fue todo bien o, por lo menos, no tengo malos recuerdos. Las cosas se fueron torciendo a partir de que ya llevábamos juntos un año. Una vez me regaló ropa para ir a una cena con sus colegas porque me dijo que le daba vergüenza lo mal que vestía yo, que era una paleta». Elena piensa ahora que esa descalificación, paleta, fue la primera que recibió. Y, desde esa, poco a poco, los desprecios fueron continuos. «A veces, por tonterías como que no le gustaba que me cortara el pelo y había lío si en la peluquería se pasaban. Otras veces fueron cosas terribles. Mi madre tuvo un problema muy grave de salud, estuvo de baja y engordó muchos kilos. Su comentario fue que, para estar así (se refería a lo gorda que se había puesto), era mejor que se hubiera muerto».
También descalificaba enseguida a cualquiera que se acercara a ella en la facultad o en cualquiera del resto de actividades que hacía. «Después he aprendido que esto hasta tiene un nombre. Consiste en 'dejar sin red' a la víctima para que no pueda pedir ayuda a nadie», expone.
Se niega a entrar en detalles, pero sostiene que también hubo cierto sometimiento de tipo sexual. «Salíamos de fiesta y, en cuanto se tomaba tres copas, yo ya sabía que habría exigencias que a mí no me gustaría cumplir. Nunca fue lo que normalmente entendemos por agresión, pero yo me veía forzada a hacer cosas que me incomodaban». Y hasta aquí puede leer.
Además, «se metía con absolutamente todo lo que yo quería: si proponía ir a un sitio, siempre le parecía una chorrada. No me daba tanta cuenta porque él daba alternativa y acabábamos haciendo algo, pero era él el que lo decidía todo. Estaba como en posesión de la verdad». Ella no se notaba contenta y se fue desinflando. Llegaron los roces y las discusiones a todas horas «y entonces le planteé dejarlo. Le sentó fatal».
Elena prefiere no entrar en profundidades de lo que vino después. «Con él fue horroroso. Aunque lo peor fue hablar con mis padres». En su entorno se produjo el lógico shock, pero la familia se organizó. Recurrieron a una asociación donde les guiaron sobre los pasos a dar, pero aun así el proceso fue muy complicado de digerir. Hubo que denunciar, ir a juicio (ganarlo porque «por desgracia pude dar muchas pruebas del acoso») y tener que salir de las rutinas: «Esto me obligó a reorganizar lo más posible mi vida para que él no supiera dónde encontrarme a todas horas».
«¡Es que yo era una cría; tenía 18 años, 19 años! Había entrado de buena fe en una relación y no sabía dónde estaba pinada. A esa edad, una humillación tras otra, un desprecio tras otro, es difícil de superar». Y luego estuvo todo el papeleo, las conversaciones con la abogada, con los miembros de la Policía... «Gente que hace muy bien su trabajo. Pero yo lo único que quería era llorar cada vez que lo contaba».
Dice Elena que le quedan secuelas. «Parecerá una tontería, pero no puedo ver ciertas películas, me pongo fatal». A cambio, se le han disparado los sensores y detecta este tipo de violencia a la legua. Hace un año, en una cafetería en Madrid, escuchaba hablar a la pareja de la mesa de al lado. «Cuando él se levantó al baño, me acerqué a la chica, que era jovencísima, y le dije a cara de perro: 'Estás siendo maltratada. Ten mucho cuidado y acaba con esto en cuanto puedas. Pide ayuda'. La cría alucinó. Lo hice porque a mí me hubiera gustado un aviso así», concluye.
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