Secciones
Servicios
Destacamos
El 3 de noviembre de 1893 y el 21 de marzo de 1894 son dos fechas de triste memoria en los anales de la ciudad de Santander. Tras la espantosa primera explosión del Cabo Machichaco, producida en el llamado mes de Todos los Santos, que arrasó todo el entorno del muelle de Maliano y se llevó a la tumba a varios centenares de personas, dejó heridos y mutilados a dos millares y causó el incendio y destrucción de infinidad de edificios, hubo cuatro meses más tarde una segunda explosión, coincidente con la festividad del Miércoles Santo, que se llevó al otro mundo a quince operarios y que nunca tendría que haber ocurrido.
Por imprevista, la primera explosión fue inevitable. Por previsible, la segunda explosión sí pudo y debió evitarse. Y si el peligroso casco en ruinas del vapor Cabo Machichaco permaneció imprudentemente anclado en puerto, en zona urbana muy frecuentada por pescadores de caña y paseantes curiosos, fue por culpa de ciertos expertos en pirotecnia que convencieron a las cándidas autoridades locales de que la nitroglicerina congelada no explota si no es con un detonador.
O sea, por percusión. Inmenso error del que a los de mi generación nos sacaron cuando hicimos la mili y el sargento chusquero de turno nos confesó, con un rechupeteado veguero entre los labios, que 'la dinamita explota por simpatía' y que 'las armas de fuego siempre las carga el diablo'.
Por si el tiempo lo respeta, he compuesto 'Acróstico del Machichaco', que dedico a la memoria de quienes sufrieron tan inmensas catástrofes. Que ojalá nunca vuelvan a producirse.
Maléficos hados, a despecho de los de signo contrario, determinan con frialdad de témpano todas y cada una de las incesantes desgracias que aquejan al género humano desde el principio de los tiempos. Gérmenes de la infinita maldad, su libro de predicciones no conoce más tinta de escribir que la roja con visos negros. Ningún trágico designio es ajeno a sus determinantes asientos, que acaso llegó a ver Sócrates cuando mansamente se avino a libar hasta las heces la copa de la cicuta. Concluido el horror napoleónico, la triste imagen de Europa patas arriba y los huesos humanos aflorando por doquier, la sed de tragedia les insta a no parar quietos. Sin pestañear ni concederse el menor respiro, con bermejo hilo de bramante forman el enrevesado ovillo llamado a atar por los evos cinco distantes plazas portuarias con singular acento propio: Bilbao, Sevilla, New Castle, Marsella y Santander. Aves del peor agüero, con decisión digna de mejor causa ponen en marcha la serie de causas tan encadenadas unas con otras que irremediablemente han de producir su efecto. Determinado lo que necesariamente ha de ocurrir ya sólo es cuestión de tiempo que ocurra necesariamente.
Al azar de los dados, que en los cubiletes suenan a truenos, los maquiavélicos entes del mal confían cuantas ocurrencias colaterales propenden a su predeterminado efecto. Año 1843: Procedente de Bilbao, el empresario José María de Ybarra se establece en Sevilla. En el tablero de operaciones, dos de las cuatro ciudades del drama en ciernes ya figuran indisolublemente ligadas para la historia: Bilbao y Sevilla. Año 1860: Con potentes socios vascos, Ybarra funda una ambiciosa empresa naviera con el fin de adquirir vapores para el tráfico regular de cabotaje entre puertos peninsulares. Año 1872. En pública subasta, el insaciable empresario adquiere la sevillana Compañía Vasco Andaluza de Vapores fundada once años antes. Año 1881: Por el mes de la pascua, el emporio naviero pasa a denominarse José María de Ybarra y Cía, S. C. Año 1882: Wallsend, nordeste de Inglaterra, astilleros Schlesinger, Davis & Co. de Newcasle, se bota el imponente vapor BENISAF. Cetáceo en hierro que los hados maléficos designan como esencial para la tragedia que, lentamente pero sin pausa, paso a paso avanza hacia su trágica consumación. En el rosario de cuentas ya figura la tercera plaza: NewCastle upon Tyne; primera ciudad neutral del carbón, donde las pintas de cerveza se toman en blanca jarra de barro o en repujada jarra de metal lloroso.
Causas remotas y próximas, capitales y accesorias, van encajando al milímetro en el puzzle en formación de la tragedia en arribo. Año 1885: En Marsella, Ybarra y Cía. adquiere el vapor BENISAF, de 2.500 TM de peso muerto, a la Compagnie Française du Ouest. Y patrioteramente lo renombra Cabo Machichaco. Matxitxaco habemus, si euskera y vasco son conciliables. En la enmarañada cuerda de nudos portuarios ya sólo falta el definitivo: Santander. De la imponente presencia del Cabo Machichaco en la bahía santanderina da primerísima razón el periódico monárquico «La Verdad», diario de la mañana, en su edición del 28.11.1885, tercera página. Movimiento de buques. Entrados: Cabo de Machichaco, 1279 ts., c. Zárraga, de Tarragona, con varios efectos. En adelante, su macizo deslizamiento, abriendo poderosamente en dos la lámina del agua, entre Peña Cabarga y la Grúa de Piedra, se hace familiar a los curiosos que frecuentan las machinas. En la prensa local, su nombre deviene prontamente familiar. Las páginas de tráfico marítimo minutan al detalle su derrotero peninsular, con la lejana guinda de Marsella como puerto francés para la tornavuelta.
Hilos sutiles, cada vez más casualmente causales, van sutilmente tejiendo la urdimbre de la tragedia portuaria llamada a conmover al mundo. Entretanto, el anecdotario del vapor se enriquece en los marítimos trayectos. 'El Correo de Cantabria' (24.05.1886) alerta sobre el hallazgo de una nota de auxilio en una botella: «Una mujer encontró el día 20 en la Concha de San Sebastián una botella lacrada, dentro de la cual había un papel con el siguiente escrito: «¡Dios sea con nosotros! Estamos a la vista del Cabo Machichaco sin esperanza de salvación; tenemos desarbolado el buque y con una brecha por proa haciendo agua. Arrojamos esto al mar, y Dios quiera que las olas sirvan de vehículo para que sepan nuestra desgracia.- 12 de mayo de 1886.- El capitán, Enrique Vilford». Es de extrañar que, si como se desprende de esas líneas, ha naufragado ese barco, ningún resto de él haya aparecido hasta hoy en estas costas. También nos llama la atención que no se consigne el nombre del buque y su matrícula. Por todo lo cual creemos que esto ha sido una broma de algún chusco». ¿Broma o veras? ¿Chunga o desespero? La respuesta, escrita está en las estrellas. O en el fondo del mar, si se fue a pique.
Incesantes son las entradas y salidas, idas y venidas, del Cabo Machichaco en la bahía de Santander, previas a la catástrofe, que puntualmente ahíta la prensa local. En los años disponibles, los anuncios comerciales son el pan que alimenta, con las esquelas, el libro de ingresos de los diarios. Veintidós grandes vapores, con nombre de cabo en su mayor parte, mantiene en línea regular la Compañía de navegación fluvial y marítima Ibarra y Cía., de Sevilla. Para el servicio semanal de Bilbao a Marsella, en ida y vuelta, cuenta tan potente empresa con vapores de inmenso porte. Entre los veintidós que se anuncian con nombre de cabo, obviamente figura el Cabo Machichaco, confiado al capitán Torres, con puntual detalle del viaje de ida y de la tornavuelta. Consignatario en Santander: Aurelio Martínez Zorrilla. Quien, sin saberlo, anda por la vida de muerto vertical.
Con tanto cruzar semanalmente la mar, que nunca es la misma siendo siempre la misma, el cuaderno de bitácora se enriquece con lances samaritanos, de recto hacer marinero. 'El Atlántico' (01.05.1890): «Según noticias directas que hemos tenido de Bermeo, pudieron ser muy dolorosas las pérdidas que ocasionara el temporal del día 25 de abril último, a no evitarlo la previsión del atalayero que presta servicio en el Cabo Machichaco. Aquel día se hicieron a la mar las lanchas de aquel puerto, en las que iban no menos de 1.200 pescadores; pero al avanzar mar adentro vieron en aquella atalaya la señal de una hoguera que anunciaba el peligro que podían correr si proseguían adelante. No obstante, no conceptuándolo tan inminente no retrocedieron, pero entonces el atalayero volvió a encender dos hogueras y sucesivamente hasta cuatro para que comprendieran tal peligro y regresaran al puerto. Por fin así lo determinaron, cuando ya empezaba a arreciar el temporal, pero con bastantes precauciones, y yendo las lanchas grandes en medio de las pequeñas se consiguió que todas ellas entraran en Bermeo sin que tuvieran novedad alguna». El atalayero salvó vidas, avisando con fuego de peligro por mala mar.
Hoja de ruta del Cabo Machichaco en su otoñal decurso, estación amarilla con restos arbóreos arrancados de cuajo y arrojados por los ríos al mar. Recuento de ultimidades. Martes, 24 de octubre de 1893: parte al despuntar el día del puerto de Bilbao. En viaje sin retorno. Carga general: 1.616 toneladas, repartidas entre sus tres bodegas, dos a proa y una a popa. Material siderúrgico, doce toneladas de ácido sulfúrico en cascos de vidrio estibados en cubierta. Con el añadido de 1.760 cajas de dinamita fabricada en Galdácano, totalizando 51.400 kilos. Al venir de puerto con cólera declarada, en aplicación del Reglamento establecido para estos casos lo mandan diez días al lazareto de Pedrosa (antigua isla de la Astilla), altamar de pulmones rotos en desvencijadas camas hospitalarias, blancas como las monjas que acercan las medicinas, los alimentos y los auxilios espirituales.
Alba del día más largo y funesto que registran los anales del puerto de Santander. Viernes, 3 de noviembre de 1893. San Valentín, prbo., San Hilario, San Malaquías. Orto del sol: a las 6'33. Ocaso: a las 4,54. Ligera brisa nordeste. Hacia las seis de la mañana, el capitán del Cabo Machichaco, Facundo Léniz, manda soltar amarras. Con crujir de animal reumático, el vapor pasa de estar en cuarentena a situarse en capilla. Todas las estaciones hacia su previsto fin se van cumpliendo con precisión matemática. En sombras aún, el vapor de cabotaje deja el lazareto de Pedrosa, cruza la bahía y fondea en el muelle saliente número 1 de los de Maliaño, un frágil pantalán de madera que al pisarlo suena a madera podrida. Primer acto de la tragedia: flagrante incumplimiento de la prohibición expresa del atraque de buques cargados con dinamita que regula el Reglamento del Puerto de Santander (R.O. de 11.03.1889). En las machinas, hay pescadores de sulas, mules y lo que buenamente pique, amén de algún que otro paseante madrugador que se ha caído de la cama porque tiene a gala que nada de cuanto ocurra en las machinas le es ajeno.
Calavera en mano, Hamlet dilucida sobre el humano ser y no ser. Existir o morir. Vivir o morir. Con premura, pues no hay tiempo que perder, comienza la descarga del Cabo Machichaco. Consigna para Santander: 298 bultos, 40.167 kg. Veinte toneladas de papel en bobinas y veinte cajas de dinamita que en un crujiente carro tirado por un asno cruza insensatamente la ciudad con la sola custodia de un guardia municipal. A mediodía, concluyen las labores en la bodega número 2, cerrándose con cuarteles. Y comienza la descarga de la colindante bodega. En torno a las 14:00 horas, se percibe humo en la sellada bodega nº 2. Las últimas piezas del drama ya han encajado en el puzle. Con baldes de agua se intenta sofocar el fuego. El incendio se extiende a marchas forzadas por la cubierta de proa, prendiendo en la bodega nº 1. La densa columna de humo atrae la atención de los curiosos, que en número creciente pueblan las machinas. A las 14:30, fracasa el conciliábulo entre el comandante del puerto, el capitán y el consignatario. Descartan internar el buque en la bahía, en el entendimiento de que el fuego puede ser controlado mejor desde el muelle por los bomberos. A bordo, ya no falta autoridad local alguna. La noticia de que el vapor lleva dinamita a nadie parece arredrar. La presunción de que el explosivo no explota sin detonador es descabellada. Por fas o por nefas, a las cinco menos cuarto estalla la dinamita y salta por los aires la proa del vapor en llamas, sumiendo la ciudad en el caos más absoluto. El desconcierto es total. Y las consecuencias de la explosión, brutales. A bordo, muere la mayoría de las autoridades y la marinería que en vano lucha contra el fuego. La onda expansiva siega la vida de infinidad de curiosos alcanzados por las vigas, raíles y demás metralla procedentes de la explosión. Y hasta la de algunos vecinos que ni siquiera han salido de sus casas.
Oren por los muertos todos los seres humanos, que la oración por los que han dejado de existir es común a toda la humanidad. Muy profesionalmente, 'El Cantábrico', periódico republicano y anticlerical, insta desde su recreado papel a la oración para que por nada del mundo caiga en el olvido la mayor catástrofe civil del siglo XIX acaecida en España. Sembrada la semilla en buena tierra, la memoria siempre prevalecerá sobre el olvido mientras exista la animosa 'Real Asociación Machichaco', que preside Roberto García-Borbolla. La cual, todos los años sin falta, con encomiable celo y gran respeto por la verdad histórica, abandera la conmemoración solemne y pública del más funesto desastre civil que en la ciudad de Santander han conocido los tiempos.
Noticias relacionadas
Guillermo Balbona
Antonio Martínez Cerezo
Aser Falagán
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.