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Los etólogos describen el apego seguro como el requisito fundamental de nuestro desarrollo emocional. Puede que sea una evolución de la impronta de las aves: el animal, al poco de nacer, queda vinculado al primer ser que vea moverse que suele ser la madre… o al biólogo Konrad Lorenz, al que debemos el concepto de apego. Sobre ese sentimiento de aceptación se construirá más tarde la capacidad de amar, de ser amado y la sensación adulta de seguridad. Implica la competencia para asumir los riesgos de compartir parte de lo que somos con otros. Es un placer y un peligro. Es el amor y el odio. Es la naturaleza frente a la cultura.
Aquellos que vivieron una crianza que nos les permitió establecer sólidos vínculos, desarrollan un apego tenso y ansioso que puede acabar, en la edad adulta, en conductas suspicaces o violentas.
Antes de ser seres culturales somos narcisistas. En su origen esta posición es una forma de luchar contra el miedo y la ansiedad apoyándose en una independencia falsa y fantástica que está destinada a fracasar. Una situación que se amortigua por el ingreso del infante en el mundo social y cultural. De lo contrario, la vulnerabilidad y fragilidad aumentan y pueden volverse ansiosas y agresivas cuando se siente que se vive en una naturaleza entendida como el lugar donde comes o eres comido. Una solución terrible para escapar de esos sentimientos tan dolorosos es volver a una intensa posición narcisista. Se regresa a un Yo grandioso e infantil. Se abomina de los demás a los que se considera un pobre rebaño y se buscan formas extravagantes o ridículas de sentirse único. Este narcisismo inseguro se parece más al odio a uno mismo que al autoaprecio. Las emociones, los riesgos, el sexo se despliegan de forma adictiva, compulsiva, sin apenas contenido de placer.
El narcisista admira y se identifica con los que considera ganadores por temor a que se lo califique de perdedor. Su admiración suele convertirse en odio si el otro, objeto de su vínculo, le repudia o le recuerda su insignificancia. Tal vez eso explique que el culto contemporáneo a la fraternidad y al equipo encubra, sin conseguirlo, una rivalidad agresiva y envidiosa. Se está lejos de la cultura entendida como creación e intercambio de formas simbólicas de comprender el mundo proliferan cultos, creencias, prejuicios.
En esa situación psicológica y social es muy probable que las personas deseen rápidas e incondicionales recompensas obtenidas simplemente por su identidad, no por sus logros que consideran imposibles de alcanzar. Ser algo, pertenecer a algo, se convierte en más importante que realizar alguna acción significativa. Un fenómeno que tiene en el nacionalismo xenófobo una de sus más terribles manifestaciones. Al tiempo, el placer, el hedonismo, la buena vida no se experimentan como un gozo de la existencia, sino como una forma de negar y olvidar que estamos construyendo una guerra de todos contra todos. Ante la inseguridad y el desconcierto se buscan formas de seguridad que, en realidad, son formas de esclavitud. Es una especie de droga, un consumismo fiero que trata de exorcizar el miedo. Ciertas formas de ocio, de deportes o de bandas urbanas obedecen a esta lógica.
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Guillermo Balbona
Guillermo Balbona
La ilusión perdida de la autosuficiencia o de la dependencia total se trastoca en adoración fanática y agresiva hacia las fuentes de las que se piensa que puede manar esa recompensa rápida e incondicional: el grupo de pares, la familia, el club deportivo, el partido político, la religión, la patria. Pero es complicado pasar de querer obtenerlo todo a vivir una realidad llena de limitaciones. No es fácil pasar del anhelo de una seguridad narcisista al realismo moral de la limitación y la incertidumbre. De la pertenencia como valor frente a la responsabilidad y el compromiso como fuentes de aprecio personal y social. No es sencillo manejarse con el miedo que nos habla de la incertidumbre respecto a lo que va a ocurrir o es necesario realizar. Nos introduce en la realidad. Una reacción humana útil, pero de la que tenemos en demasía. Parece claro que nuestra mente todavía reacciona como si estuviéramos en medio de la sabana africana. Tememos a las serpientes sin haber tropezado nunca con una. Los peligros tal vez no hayan disminuido, pero han cambiado. Sin embargo, en muchas ocasiones nuestra mente no se ha dado por enterada. En ese caso la superstición, el pensamiento mágico y todo tipo de irracionalidades pueden instalarse con facilidad.
A los seres humanos nos amenaza fundamentalmente la pérdida de tres cosas: la integridad corporal, los recursos para vivir y la identidad y el reconocimiento. Tres grandes peligros, pero lo que más nos amedrenta es la maldad de los otros, algo siempre posible, impredecible, poco susceptible de racionalidad. «El infierno son los otros», decía Jean Paul Sartre en A puerta cerrada. Frente a ello buscamos la seguridad en aquello que nos parece fortalecedor: armas, grandes coches, dinero, alarmas, medicinas, acopios, gastos suntuarios, «casoplones»… realidades que se muestran de forma más patente en la clase social que más tiene que perder, en la que los peligros pueden tener un intenso impacto. Ni la alta, ni la baja: la clase media.
La inseguridad puede activar los elementos arcaicos de nuestra personalidad. Nos traslada a la animalidad, a lo salvaje. Nos aleja de la cultura. Lo decía el replicante del filme Blade Runner de Ridley Scott para explicar su violencia y dolor ante la perspectiva de una muerte programada desde su creación: el miedo nos hace esclavos. Y quizá nuestra época, con el aumento de las incertidumbres y de los riesgos nos esté haciendo aún más esclavos. Una servidumbre voluntaria, como decía Etienne de La Boétie, que estamos dispuestos a asumir con tal de sentirnos más seguros. No ocurrirá así. Lo inseguro no disminuye, solo se disfraza o se traslada a otro campo de la experiencia.
Tal vez lo peor sea que esos sentimientos de temor e inseguridad, con frecuencia, se viven y se experimentan de forma personal e íntima. Como si fueran el resultado de un defecto o un déficit. En consecuencia, las personas se enfrentan a todo ello en soledad, casi con vergüenza, cuando aquello que nos atemoriza probablemente solo tendría una respuesta eficaz enfrentándolo de forma colectiva. De hecho, el éxito de la físicamente endeble especie humana se ha debido a su capacidad de actuar en colaboración. A sus elaboraciones sociales y culturales. Al disminuir la importancia de lo colectivo y aumentar la de lo individual, cada cual tiene que ingeniárselas a solas para salir con éxito –si es que al final lo consigue- de las dificultades con las que se encuentra, y eso, indudablemente, aumenta la ansiedad y la necesidad de mayores defensas, lo que provoca un incremento de la inseguridad. La seguridad real siempre será colectiva. Una idea, una acción individual casi siempre tendrá muy poco impacto. De forma colectiva sí es factible. El que vive en su castillo con foso, guardas y minas nunca está seguro, lo que está es encerrado.
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