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Empezaré con una cita que se refiere a mí directamente en conversación con Monseñor Vicent. «Sentados frente a frente uno podría hablar con el escritor del 'Tractatus logico-philosophicus' de Ludwig Wittgenstein, pero, sin saber por qué, sale a relucir en la conversación el tratado del arroz como vehículo de sabores, que da pie a explicarle por mi parte al insigne escritor la receta de la paella de cefalópodos. Le digo que a la hora de guisar una paella de esta clase debe tener en cuenta que la sepia recibe sabores pero no los da; en cambio el calamar los da pero no los recibe». He aquí sobriamente expresada toda una dialéctica del arroz relatada por un valenciano de pura cepa. El arroz no es neutral, es puntilloso, maleducado incluso. Recibe o no recibe en su casa a quien le da la gana. Se deja saborear y, en mi caso, comer a dos carrillos siempre y cuando se respete su naturaleza dialéctica: el arroz en su punto sabe a qué sabe el mundo circundante. Estas observaciones de Monseñor Vicent acerca del arroz me despertaron del sueño dogmático, regido por el principio de identidad, a saber, el arroz es el arroz: de eso nada. El arroz es una conciencia transitiva que se enaltece con los alimentos delicados sabiamente elaborados o se arruga en el caso contrario. Todo un giro copernicano para un hombre como yo que come arroz como mínimo tres veces a la semana o más.
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¿Qué pasa con el comer y la comida que tanto da que hablar? ¿Pasa únicamente que estamos siendo víctimas de un debilitamiento de las conciencias, un malestar posmoderno que nos impide lo más obvio, disfrutar con la comida? ¿O pasa más bien lo contrario? En mi casa pasaba justo lo contrario. Mis padres y yo, que en aquel entonces era realmente muy joven, éramos concienzudos trabajadores del campo. Comíamos lo que daba la huerta, que era mucho, que puede enumerarse aquí, jugosamente: venían de la huerta las judías verdes, la lombarda, el repollo, los guisantes, las maravillosas patatas que podían cocerse o freírse o acompañar, hechas rodajas, al corderito lechal que se comía quizá una vez al mes. En La Dehesilla, Ampudia de Campos, en tierras de pan llevar, se comía frugalmente, tan ricamente y más conscientemente de lo que comíamos, creo yo, a la orilla del mar en Santander donde hay de todo. Tan catetos éramos nosotros en aquel entonces en Tierra de Campos, que al pescado que nos traía un chaval en bicicleta con un cierto tufo de relajación intestinal le llamábamos fresco. El pescado era el fresco por antonomasia: en casa evitábamos comerlo precisamente porque nunca lo estaba. Aunque ciertamente era una novedad en la tierra del pan candeal. Comer solo lo que daba la tierra y, a la hora del té, las austeras galletas que se horneaban en Ampudia de Campos, era legitimarnos y enaltecernos al enaltecer la buena y dura tierra en que vivimos tantos años. No había lujos. Comíamos bien, puntualmente a las debidas horas, una comida de secano. El secano es en sí mismo una obra de arte espiritual. Puede ser terrible, insoportable. Pero si atraviesas elegantemente el secano estás a salvo de blandenguerías y melancolías. Estás a salvo de la muerte y de lo cutre que acecha al hombre en las ciudades. El queso de oveja había que comerlo despaciosamente. Así que todos nosotros comíamos finamente en nuestro comedor o sentados en la carpintería del señor Benito, comíamos lo que se llevaba en las fiambreras que solía ser un pichón de paloma y un poco queso de oveja. Saboreábamos cuidadosamente el pan y el vino puesto a refrescar en el almorrón del pozo.
Es hora de explicar por qué ni Manuel Vicent ni yo sabíamos por qué resultaba indispensable hablar del punto del arroz con tanta densidad, tanto detalle. Ambos sabíamos que la gracia de hablar no está en la altura de los temas sino en la gracia de las conversaciones. La contradictoria belleza y gracia de los asuntos insignificantes que sin embargo son significativos, como el punto del arroz o los dulces bañados de azúcar glaseada de las confiterías de los pueblos castellanos. La gracia está en el corazón, como en una salsera que aliña el mundo, tópico con resplandores insólitos. Lo cotidiano es lo insólito. Lo aburrido es lo fascinante. Lo común y corriente es lo extraordinario. Pan candeal y queso de leche de oveja. Lo que se tiene a mano, al alcance de la mano, al alcance del bolsillo, lo que ya no se desea tener porque se tiene, el trabajo, los barbechos, las mulas que cocean en la cuadra, las naves de gallinas leghorn. ¿No es en el fondo todo una cuestión de supresión de los deseos, de endurecimiento y negación de la volubilidad del corazón? «Muestre su esfuerzo famoso / vuestro corazón de acero / en este trago», recomienda Jorge Manrique. Es un trago de vino y un trago de vida. Hay que endurecer el corazón vacilante para amar poderosamente a quien amamos. ¿No es entonces el amor asunto del corazón? No, no lo es. No es el corazón sino la voluntad y el entendimiento lo que hace que el amor sea amor y no amorío.
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