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jesús maría rivas
El astillero
Domingo, 6 de diciembre 2020, 08:09
La vieja estación de El Astillero por un lado atendía el tráfico de trenes con Bilbao y Solares, y, por el otro, los trenes hacia el Valle del Pas, los que finalizaban en Ontaneda. Por ambos lados, había vías para estacionar los trenes pero, ... en la parte de Ontaneda, más amplia, había un racimo de vías que hacían de apartadero de vagones de mercancía y, en el terreno que quedaba hasta la casa señorial de los Tijero, era frecuente encontrar el acopio de apeas de madera de eucalipto o pino, con destino a los cocederos de las papeleras de Torrelavega o Aranguren que luego retornarían a nosotros en forma de cuaderno cuadriculado o rayado de la marca 'Gladiador'.
Las traviesas nuevas para las vías, de pino o roble con tratamiento de creosota de alquitrán, con menos frecuencia, también hacían de soporte de nuestras travesuras pero nos manchábamos de 'pichi' y al llegar a casa teníamos una buena reprimenda asegurada, esto hacía que no fueran de nuestro agrado.
Los más apreciados para las aventuras adolescentes eran los toboganes moldeados por las montañas de apeas y los estrechos pasillos que quedaban entre ellas. Los mozalbetes de entonces buscábamos el escondite apropiado para iniciar algunas actividades que encontrábamos llenas de atractivo. Entre aquellas pilas de madera comenzábamos a sufrir los humos del primer cigarrillo con su ataque de tos incluido, debatíamos sobre las palabras trascendentes que habíamos escuchado 'sin querer' en alguna conversación de adultos y, a la vez, llamábamos a la puerta para ingresar en otras actividades reservadas a los mayores.
Tanto la madera apilada como las filas de vagones estacionados y vacíos, nos brindaban la oportunidad de situarnos en un pequeño mundo aislado, lejos de las miradas de padres, madres y hermanos, donde campábamos a nuestras anchas. Es apropiado reconocer, antes de seguir con la historia, que el exagerado nivel de aislamiento tenía sus inconvenientes, desventajas y sustos, puesto que, el encierro nos dejaba vendidos ante el acercamiento de la gente y, en algunas ocasiones, nos obligaba a tragarnos el humo por la proximidad de algún padre, salir huyendo antes de recibir la reprimenda o disputarle el escondrijo más recóndito a los roedores, corriendo peligro en la huida de caer a trompicones en el hueco menos pensado.
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El 'escondite' resultaba uno de los juegos más atractivos. Entonces teníamos que rebuscar aún con más ahínco un lugar apartado, de difícil acceso y mejor un poco oscuro. Se trataba de no dar facilidades al compañero que quedaba en la taina y aguantar el máximo posible en el rincón secreto elegido. Había que andar listo para buscar el escondite e intentar compartirlo con alguna moza de nuestra confianza, puesto que, la proximidad y el aprieto de los cuerpos, para que no nos localizaran, despertaba en nosotros algunas sensaciones nuevas y agradables mientras descubríamos cómo algunas partes de la anatomía modificaban su comportamiento, cuando reteníamos el aliento y nos dejábamos transportar por el calor de los cuerpos apretados.
Uno de los lugares más reñidos para el escondite eran los vagones vacíos del tren, apartados en largas hileras, entreabiertos y oscuros. El objetivo era situarse en el fondo del vagón, alejados de la iluminación que la rendija de la puerta proyectaba en el interior y aprovechar el tiempo de adaptación del ojo humano a la oscuridad que nos daba margen para salir airosos de cualquier sorpresa.
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Acurrucados en la esquina más oscura del vagón, en silencio, esperando que no nos localizaran nunca, nos dejábamos llevar por las nuevas y agradables sensaciones. No se decía ni media palabra que pudiera romper la intensidad del encuentro, solo a veces, dependiendo de la tolerancia de la acompañante, nos apretábamos un poco más y, en ocasiones, los roces de los labios o las manos se deslizaban tímidamente buscando que el placer fuera un poco mayor.
Cuando nos descubrían nuestros compañeros de juego salíamos haciéndonos los despistados, sabiendo los dos que aquel encuentro placentero tendría mucho que ver con las relaciones de los jóvenes para ir haciéndonos mayores.
La estación de El Astillero, lo mismo que escribíamos días pasados de los buques o el cargadero de Orconera, jugó un papel importante en nuestra primera adolescencia; en el caso de la estación quizás se circunscribió más los chavales de los barrios de La Fuentuca o La Navarra pero, seguramente, hubo en cada barrio otros lugares, con apeas o sin ellas, donde dar los primeros pasos y descubrir el mundo adulto.
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