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Teresa Cobo
Santander
Lunes, 29 de abril 2019, 01:38
«No puedo expresar con palabras la pena que siento al ver todo esto abandonado», lamenta Manolo López Azcona. «No hay derecho. ¡Con las vidas que costó! ¡Con los millones que se gastaron!», se queja Manolo Mateos Giménez. Los dos llegaron a oficiales de primera en las obras de la boca sur del túnel de La Engaña, en Valdeporres. «Después de que se expropiaran los terrenos y estuviera todo hecho, me hubiera gustado ver llegar el tren por aquí», dice Manolo Pelayo Revuelta, que fue peón en Vega de Pas.
Los sentimientos de injusticia y frustración son comunes entre los extrabajadores del Santander-Mediterráneo cuando visitan las ruinas de los poblados obreros que conocieron en plena pujanza. Sus testimonios traen al presente las miserias y las grandezas de aquel esfuerzo descomunal e inútil para atravesar la Cordillera bajo tierra.
«Fueron los penados los que comenzaron a construir el túnel de La Engaña en 1942. Siempre los llamaban así, no usaban la palabra presos. Días después de empezar ellos, el encargado nos dijo que se iba a organizar una brigada de libres y otra de penados. Y así fue. Trabajábamos juntos divinamente. Nunca hubo un problema. Yo tenía 18 años. Allí, el que más tendría 24 o 25, excepto dos presos que andaban por los 40», recordaba Matías Sainz López en 2012, cuando tenía 89 años. Este vecino de Rozas de Valdeporres, ya fallecido, se incorporó a las obras en el tajo de Burgos y allí seguía cuando concluyeron.
Los presos no tenían intención de fugarse: con los trabajos forzados redimían las penas, lo que se convertía en una trampa que los llevaba a la extenuación. Las horas extras eran además la única forma de disponer de dinero en su bolsillo para ellos o para enviar a sus familias. El resto del jornal estaba intervenido por Prisiones. «Venían a ofrecerse por las casas a cortar hierba o lo que tocara. Cuando los empezamos a conocer, nos fiábamos de ellos. Les decíamos que se quedaran a merendar o a cenar una tortilla o unas patatas cocidas con torrezno y luego volvían a ayudar con una energía de mucho cuidado. Pasaban mucha hambre», cuenta Manolo López, que por entonces era un chaval y hoy tiene 83 años.
Manolo empezó a trabajar en La Engaña con 15 años como aprendiz en los talleres y estuvo en las obras entre 1950 y 1958, empleado como mecánico. «Nosotros sólo nos metíamos al túnel cuando había averías, para trasladar los compresores, para cambiar una bomba de agua que fallaba, para instalar tuberías de aire o de agua».
A José Navarro Parra, prisionero de la Guerra Civil, le conmutaran la pena de muerte, y en 1940 lo destinaron a Yera para trabajar en el túnel. Cumplió su condena, pero el castigo de destierro le impedía retornar a su tierra, Mazarrón. En Vega de Pas conoció a Ángeles Diego. Ella fue la razón de que se quedara para siempre. Juntos criaron a seis hijos. Navarro murió en 2014. Por cuatro meses no llegó a cumplir cien años. Cuando tenía 93 recordaba en El Diario que el túnel «era el infierno. Todos los días caían piedras. Murió mucha gente. Los llevaban a Santander y ya no volvíamos a saber de ellos».
«Mi padre lo perdió todo menos el acento», asevera Marián Navarro Diego, una de las hijas pequeñas de José. «Él tenía un lema sobre el túnel: 'O que se caiga o que funcione'. Siempre lo decía. Para qué queremos ver algo que se ha llevado vidas por delante. Si se cae, por lo menos no lo vemos y, si funciona, es una forma de hacer justicia».
Si con ABC los trabajos más peligrosos recayeron sobre los presos republicanos, con la transferencia de la concesión a Portolés y Compañía esas tareas las asumieron en su mayoría inmigrantes del sur de España. Los naturales de Valdeporres y de Vega de Pas renunciaban en cuanto podían. Ese fue el caso de Matías: «Aguanté poco más de un mes barrenando. Salíamos del túnel completamente blancos, por la arenilla que se desprendía. No quise seguir y me enviaron a limpiar cunetas y trincheras».
Especial: 60 años de la engaña
En el otro lado ocurría lo mismo. «Los de aquí no queríamos meternos en el túnel con ese polvillo que se tragaba y se te quedaba en los pulmones. Eso fue lo que más gente mató. De ese polvillo, que al principio no se sacaba, pasados seis u ocho años, vinieron a morir todos. Luego ya colocaron tubos para extraerlo», recuerda Manolo Pelayo Revuelta, que ya ha cumplido 95 años y fue peón y auxiliar en el tajo de Vega de Pas.
El temor no sólo lo suscitaba el «polvillo», también los accidentes. «Aquí en Yera cayeron unos cuantos aplastados por lisos de roca. Pero otros marchaban a Valdecilla muy heridos y no volvíamos a saber de ellos», confirma Pelayo, como otros testigos. Él era el décimo de quince hermanos y, después de diez años en las obras del ferrocarril, retornó a su cabaña pasiega y a su modo de vida tradicional, a cuidar vacas y ovejas.
Trabajar fuera del túnel no eximía de todos los peligros. Raro fue el obrero que no sufrió algún accidente y Matías no fue una excepción. «Estábamos comiendo tranquilamente en la trinchera otro muchacho llamado Pepe y yo. El capataz pegó fuego a un barreno encima, en la cantera, y salió una nube de piedras. Echamos a correr, pero a mí se me metió una hasta los sesos. Me paralizó todo el cuerpo. Estuve tres meses en el hospital de Burgos».
Manolo Mateos Giménez, que hoy tiene 83 años, es uno de los cientos de obreros que contrajeron la silicosis por el polvo de sílice aspirado dentro del túnel, «pero la aguanto bien. A mi hermano, en cambio, se lo llevó por delante con cincuenta y pocos». Con 16 años lo contrataron para perforar el túnel. Falsificaron los papeles para que constara que tenía 18. Trabajó como palista y barrenero entre 1951 y 1958.
«Cuando entré no se usaba mascarilla y se barrenaba en seco. Del polvo que se acumulaba, no veías al de al lado», recuerda Mateos. La situación mejoró cuando la empresa Portolés incorporó los martillos neumáticos con rociadores de agua, en 1954. El granadino formó parte de los equipos de avance y ensanche. Las dos cuadrillas taladraban agujeros que se rellenaban con cartuchos de dinamita y se hacían estallar con un interruptor. «En cuanto dábamos la pega, llegábamos con unas barras y saneábamos todo. Había que mirar siempre para arriba, pendiente de tu propia seguridad. Si tú ibas a buscar la muerte, seguro que te la encontrabas», sentencia.
A Mateos le gustaba manejar su pala mecánica, que se movía por raíles. Tenía los mandos a un lado y se conducía de pie, sobre un estribo. Un desplome dejó sepultada su Inco 21 bajo una montaña de rocas. Por fortuna, él estaba apeado, a sólo unos metros. «Corrí hacia dentro, y allí estuve mojado y en corriente hasta que desescombraron. Los cables de la corriente se soltaron y se retorcían de un lado a otro, dando unos golpes tremendos contra las rocas».
Trabajar dentro del túnel requería de un gran aguante físico y psíquico. Desde 1954, la jornada laboral se amplió de ocho a doce horas. Además del riesgo que se corría, se trabajaba en condiciones de ruido extremo, de mala iluminación, de humedad, de calor, de inhalación de un aire insano, por mucho que trataran de aliviarlo con extractores. «El túnel filtraba más agua que la madre que lo parió. Recuerdo que entrabas y en algunos tramos todo el tiempo caía un chorro encima de ti. Ni traje de agua ni nada. Salías empapado».
Un domingo, al bajar del pescante de su pala, Mateos pisó de plano una enorme punta que sobresalía de un tablón. El clavo le atravesó el zapato y el pie de parte a parte. «Me hinché entero. Me ingresaron en el hospital de la empresa». Manolo subraya que «seguridad no había, te la buscabas tú mismo». Cuenta que, «por no molestarse en ir al polvorín, metían la dinamita dentro del túnel. Aquello prendió una noche. Se apagaron las luces. Nos ahogábamos. Conseguí tumbarme junto a la boca de una tubería de ventilación para respirar. Salimos como pudimos. Yo echaba sangre por los pulmones. Todo el relevo quedó inutilizado». No murió nadie.
Al margen de los episodios funestos, Mateos y López añoran aquellos años porque estaban contentos con sus oficios, sobre todo el Manolo que no participó en la perforación y recibió clases en la escuela de la compañía Portolés. «La Engaña ha sido para mí la mejor universidad y me abrió todos los caminos. El que despuntaba tenía facilidades. Debo admitir que fue un trampolín para colocarme después en Bilbao en un concesionario. Si no, todavía estaría cuidando vacas», reconoce López Azcona.
Manolo Mateos se desespera al recordar todo aquel esfuerzo sin fruto: «No consigo expresar la impotencia que siento por no poder animar a los políticos a que den a esto una salida, a que no dejen arruinar tanto trabajo». López Azcona tampoco se resigna a la decadencia de La Engaña. «Nací casi cuando comenzaron las obras, crecí con ellas y me voy a morir sin ver más camino que el del abandono», vaticina, con tristeza.
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