La distancia no reduce el olvido
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El homenaje. El último adiós está condicionado por la separación a la que obliga el confinamientoLos familiares y amigos de esta quinta entrega de fallecidos por coronavirus crearon sus lazos en la cotidianidad del roce y, en algunos casos, se vieron abocados a una abrupta despedida a distancia. La peor de todas, sobre todo si se produce por imperativo legal y no por voluntad propia. Hay quien vio por último vez a los suyos camino del hospital.
Ahora luchan contra esa imagen que se superpone. Seguramente será pasajera. El tiempo arreglará el desorden cuando termine el confinamiento y los besos y las caricias, el cariño, en definitiva, sea recetado y no contraindicado. Sólo así podrán soltar lastre. «No habrás llegado hasta que todo lo hayas perdido/Ve, camina.../Es el camino de la muerte/ Es el camino de la vida», escribió Manuel Machado.
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Sofía no para de darle vueltas a la cabeza. El hecho de no haber podido acompañar a su madre durante los últimos momentos es una losa pesada. «No la he podido agradecer todo lo que ha hecho por mí», repite durante la conversación. «No me dejaron moverme de casa porque tengo más de setenta años», explica. «Es muy duro. Y luego está la soledad, porque yo vivo sola en CastroUrdiales. Todo se me junta. Esa es mi pena», lamenta con tristeza. María Jesús, su madre, era de Baracaldo, aunque llevaba ingresada en la residencia de Limpias ocho años. «Siempre fue una luchadora y una trabajadora incansable», cuenta Sofía. «Tenía mucho carácter. Ella sola levantaba un imperio, pero a cariñosa no le ganaba nadie en el mundo», recuerda. No tuvo una vida fácil. Se quedó huérfana de madre con seis años, tuvo que pasar la Guerra Civil y la dura posguerra. «Con 14 la mandaron a servir y pasó hambre, mucha hambre», subraya su hija. Conoció a su marido en Portugalete, que era panadero y repostero en un barco mercante. «Ella tejía en casa, de encargo. Con lo que ganaba tricotando, vivíamos nosotros. Y todo lo que mandaba mi padre lo ahorraba», relata. Así consiguieron comprar un local en Baracaldo, en plena expansión del municipio, y montaron la pastelería Rovira. «Ella valía mucho para el negocio, sobre todo de cara al público. Daba mucho cariño a todos los que entraban por la puerta. Mari la de 'Rovira', así la conocían todos», cuenta. «Económicamente tuvimos una buena posición, pero siempre a costa de su sacrificio. No quería comprarse nunca nada, todo era para mí y mi hermano. Mi padre también fue muy trabajador», recalca. «A mi madre no la cambiaría por nada», sentencia Sofía.
Aunque nació en México, como sus otros tres hermanos, siempre se consideró cántabro. Manuel Zorrilla Fuente regresó a España a los tres años tras la muerte de su padre. La familia se instaló en el valle de Ruesga, de donde era oriunda. «No tuvo suerte, fue llegar y estalló la Guerra Civil», cuenta su sobrina Beatriz. «Cuando acabó el conflicto, estudió y trabajó durante 36 años en el seminario de Comillas», explica. Su labor era la de electricista y operador de cine. Una habilidad, ésta última, que desarrolló después en un barco mercante en el que se enroló. «Siempre nos contaba sus aventuras por medio mundo. Conoció muchos lugares, pero en aquellos que consideraba peligrosos no se bajaba de la embarcación», cuenta Beatriz. Decidió poner punto final a su carrera de marino para regresar a Santander, donde trabajó de portero en una comunidad para completar los años necesarios para la jubilación. Después recaló en El Astillero, donde se compró un apartamento. «Su afición era pasear, desde Puertochico hasta El Sardinero, y visitar a su hermana mayor, Goya, que es con la que más relación ha tenido», cuenta su sobrina. «Cuando ya no pudo vivir solo, se marchó la residencia San Cándido. Le encantó desde el primer momento porque podía salir todos los días. Luego desarrolló alzheimer y se tuvo que quedar dentro. Aun así, los sobrinos siempre íbamos a verle», relata Beatriz. «Fue un tío muy querido, muy pendiente de que no nos faltase de nada. Si necesitabas algo, él siempre estaba ahí», recalca. «Su marcha ha sido muy triste porque no nos ha dado tiempo a despedirnos ni a estar con él. El entierro, con solo tres personas, fue muy frío y triste», concluye.
La vida no le resultó fácil. Ascensión Bengochea pertenece a esa generación acostumbrada a trabajar sin descanso siempre pensando en los demás. Nació en Laredo, donde se casó y tuvo cuatro hijas. Su marido era pescador y ella estuvo empleada en una fábrica de conservas de pescado. Él falleció hace 27 años, por lo que enviudó joven. «Siempre ha sido una gran luchadora», explica Noemí, una de sus hijas. «Tenía un carácter muy recto. No te podías saltar las normas que había en casa, pero a la par era inmensamente cariñosa», recalca. Siempre vivió en Laredo, lo que forjó su marcado carácter pejino, «primero en la calle Espíritu Santo y luego en la calle Emperador», añade Noemí. «Le encantaba ir a la Atalaya a tomar el sol y a la playa a pasear por la orilla», cuenta su hija, que apunta que apenas tuvo tiempo libre para disfrutar. «Era de las de hacer tortilla de patata y pimientos para ir de picnic a la Atalaya o a la playa», explica. Sus grandes aficiones fueron «la música y bailar, sobre todo bailar». No se perdía ningún festejo. «Iba a todas las verbenas y romerías donde hubiera música», recalca Noemí, que cuenta que, de todas las fiestas, la que más le gustaba «era la de su barrio, el Espíritu Santo». También disfrutaba con las telenovelas en la televisión «pero apenas tenía tiempo, tiró de cuatro hijas y también de las nietas». Le diagnosticaron alzheimer hace doce años, lo que obligó a los suyos a ingresarla en la residencia de Limpias. «Íbamos a verla todos los días, sobre todo al principio cuando podía salir. Luego empeoró y ya no pudimos», cuenta Noemí. «Lo peor ha sido no poder cuidarla en sus últimos días, ni siquiera poder estar cerca», recalca.
«Prefiero recordarle como era él: alegre, muy amable y dispuesto a hacer favores. Siempre pensaba primero en los demás, era una gran persona», recuerda Isabel, su mujer, que se resigna a quedarse en la retina con los últimos momentos de su marido, Javier Prellezo. «Ha sido un hombre típicamente santanderino, buen jugador de mus, chiquitero, grandísima persona, fundador y alma mater de la Peña Amigos Nosotros, que creó a finales de los sesenta y ha llegado hasta nuestros días en el bar La Carreta», explica su buen amigo, Felipe Laso. Javier también era muy conocido por su faceta laboral. Trabajó en Telefónica hasta los 52 años, cuando se prejubiló. Fue cuando se centró en la organización que presidía, donde organizaba actividades socioculturales. «También le gustaba el fútbol», recuerda Isabel. «Sobre todo ver jugar al Madrid y al Barcelona, porque decía que los grandes eran los que mejor fútbol desplegaban», añade. También disfrutaba en la casa que el matrimonio tenía en Meruelo. El jardín y la huerta eran sus rincones favoritos. Su nieto, de doce años, era otra de sus pasiones. «Siempre le llevaba y traía a los partidos de fútbol o de pádel. Le encantaba ir a verle a los partidos. Siempre se ha ocupado mucho de él», explica Isabel. «Es muy difícil asimilar su marcha porque no puedes tener duelo ni el cariño de familiares y amigos», se lamenta. «Es triste que tú, Javi, que siempre visitaste a tus amigos en el hospital y acudiste a los entierros, te vayas ahora sin que te podamos acompañar. Tu mujer, Isabel, y tus hijas, Elsa y Olga, tienen que estar muy orgullosas porque has repartido felicidad, no sólo a ellas, también a todos nosotros, tus amigos», escribe Felipe a modo de despedida.
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