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La guerra ha cambiado por completo las dinámicas de vida de la población ucraniana. No solo en materia de seguridad, que desde luego y mucho, sino en todo tipo de aspectos que en nuestro día a día aquí damos por supuestos, como el simple hecho de ir a una gasolinera y llenar el depósito. Al lado del hotel de Mukáchevo en el que me alojo hay una de ellas. El establecimiento está situado en la zona exterior de la ciudad y recorriendo esa misma vía se pueden encontrar numerosas estaciones. Cada mañana y cada noche, largas colas de vehículos –puede llegar a haber fácilmente más de un centenar de ellos– aguardan su turno para poder conseguir los diez litros que permite el Gobierno. El combustible es oro líquido y está racionado. Todo el mundo entiende la situación y la asume con paciencia y resignación. A quien no le puede faltar es al Ejército, que en su lucha contra la invasión rusa absorbe la mayor parte de los combustibles en el país. Por eso, dada la naturaleza de los vehículos militares, es más difícil conseguir diésel que gasolina, algo que afecta sobre todo al transporte de mercancías.
Trailers, furgonetas, compactos, turismos, motocicletas... e incluso gente en bicicleta, con bidones colgados de la espalda. La gente consulta el móvil, aburrida, para hacer tiempo. También se bajan de los vehículos y hacen corrillos, comentando la situación o las últimas noticias que llegan desde el frente. Muchos de ellos son, de hecho, refugiados que han huido de las zonas donde el conflicto se desarrolla con mayor virulencia. Solo quienes participan en misiones gubernamentales y disponen de las tarjetas que éste administra lo tienen algo más fácil, pero eso no les libra de las colas ni de tener que abandonar la gasolinera como entraron, en el caso de que el suministro se haya agotado, lo que ocurre con frecuencia.
Cada boleto equivale a diez litros. Marian, el joven camionero con el que he viajado hasta Bucha con dos toneladas de ayuda humanitaria cántabra, tiene un fajo de ellas que le han dado en la Administración militar, pero en el camino de ida se detuvo hasta en diez estaciones sin conseguir una sola gota de diésel. Otras muchas, al menos la mitad de las que dejamos atrás, directamente estaban cerradas. Suerte que, previsor, llevaba un bidón de 30 litros en el contenedor del camión, pero ni con esas fue suficiente y tuvimos que hacer noche en una de ellas hasta que, llegada la madrugada, un camión rellenó los depósitos de la estación y pudimos conseguir el necesario para llegar hasta nuestro destino. Así que, cuando toca ponerse en marcha de regreso a la capital de Óblast de Transcarpatia, le pregunto por el tema y con un gesto incierto viene a decir que ya veremos.
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Álvaro G. Polavieja
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Partimos a última hora de la tarde y dos horas después hacemos noche en la misma gasolinera en la que habíamos conseguido el último recargo. Volvemos a pasar numerosos controles de militares, auténticas fortificaciones de aspecto imponente y a menudo un tanto destartalado. Algunos soldados calientan té y café en viejas teteras sobre fuegos hechos en bidones recortados. Muchos están sentados en sillas de playa que han llevado para hacerse un poco más cómodas las guardias. Hace un calor asfixiante y un viento furioso azota el camión constantemente, haciéndole bailar por la carretera.
De pronto, el conductor jura –habla en ucraniano, pero el tono del juramento trasciende la lingüística– y veo que tiene problemas con las marchas, así que paramos en la cuneta. La segunda, la quinta y la sexta no entran. Suspiro pensando que el viaje, largo de por sí, va a hacerse interminable. Aquí todo parece ser una odisea. Al rato para otro camión y doy por hecho que es un miembro de su empresa, pero horas después descubro que es un compañero de profesión que se ha parado por pura solidaridad. También de que lleva un mes en la carretera y tiene a su mujer, embarazada de siete, esperándole en casa. Es joven, espigado y tiene aspecto de cansado. Nos arrastra con una cincha durante una hora que se me hace eterna porque intuyo la tragedia en cada curva o pendiente. Al final paramos en un taller y decidimos que seguiré el camino con el otro camionero, que también va a Mukáchevo.
Así recorremos gran parte del país hasta que, seis horas después, tras dejar Leópolis y otras seis gasolineras atrás, se le acaba el combustible al parar en la séptima. «Caput», me dice, porque tampoco habla inglés. Así que decido llamar a los contacto que tengo en el Gobierno. Último cartucho. Al poco sale la regente de la estación con cara de sorpresa y pregunta por el periodista. El camionero me mira con cara de asombro. Yo le respondo con una expresión que intuyo similar. Conseguimos poner 1.000 grivnas, suficiente para llegar a destino y en esas llega Marian con su camión. No sé cómo lo ha hecho porque solo le han arreglado la segunda, pero aquí está. Sin combustible. Hacemos virguerías para pasar algo de combustible de un vehículo a otro con la ayuda del empleado de la estación, y finalmente lo conseguimos. Lo celebramos comiéndonos un helado, al que al final nos invita la responsable del establecimiento.
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Cuando por fin nos ponemos en marcha ya anochece y empieza a llover con fuerza. Atravesamos a oscuras y bajo un auténtico diluvio la enrevesada carretera nacional –hace horas que dejamos atrás la autovía– del Parque Nacional Skolivski Beskydy, que no parece acabar nunca y tiene baches suficientes para que aquello parezca una auténtica atracción de feria. Se acerca la medianoche cuando aparece, por fin, el cartel que anuncia Mukáchevo. Hemos tardado más de veinte horas para hace un trayecto de diez. Cuando por fin llegamos al hotel tenemos que esperar porque la cola de coches de la gasolinera bloquea la entrada. La guerra, al final, se libra en innumerables frentes y tiene infinitas víctimas.
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