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Cuando me dispongo a empezar a escribir este artículo me llega al móvil un mensaje de alerta del Gobierno ucraniano. «Air raid alert. The Goverment of Ukraine issued an alert. Take shelter immediatly» (Alerta de ataque aéreo. El Gobierno de Ucrania emitió una alerta. Refugiarse inmediatamente). Tras casi veinte minutos en los bajos del hotel de la ciudad de Mukáchevo en el que me alojo llega el aviso de que la alarma ha pasado y puedo retornar a la habitación. Es la tercera alerta de bombardeo que recibo desde que entré en el país hace 48 horas. Pese a lo inquietante del caso, los habitantes de la zona reciben este tipo de avisos con relativa tranquilidad. En más de dos meses de invasión Rusia solo ha atacado el oblást de Transcarpatia, el más occidental del país, una vez. Ocurrió hace cuatro días y el misil, lanzado desde un submarino ubicado en el mar Negro y que provocó un cráter de seis metros de diámetro, destruyó una estación eléctrica sin causar víctimas.
Situada a escasa media hora en coche de la frontera con Hungría, la localidad se ha convertido en un centro de asistencia a los miles de refugiados que huyen del conflicto o, al menos, de las zonas en las que se desarrolla con mayor virulencia. Centros cívicos, colegios, guarderías y edificios públicos se han reconvertido en espacios destinados a recibir, registrar y ayudar a quienes escapan de la guerra. Pese a que aquí la población intenta llevar una vida lo más normal posible, lo cierto es que incluso en esta zona es imposible abstraerse de la situación. El intenso ambiente bélico que emana el país se percibe desde su misma frontera. En la de Hungría un policía y un funcionario de aduanas realizan los controles protocolarios con una mezcla de parsimonia y aburrimiento, pero tras cruzar el río Tisza y llegar a Ucrania el paso fronterizo de Chop está controlado por un gran grupo de militares que patrullan la zona con sus fusiles de asalto colgados sobre el pecho. Varios vehículos blindados y armados se ubican también en los márgenes de la vía.
Mientras esperamos nuestro turno para cruzar, pregunto por la situación y los bombardeos a la joven que conduce el coche que ha venido a recogerme a Mandok, en Hungría, donde se descargaron las más de veinte toneladas de ayuda humanitaria cántabra. Como respuesta, enciende su teléfono y me enseña una aplicación estatal que utilizan todos los ciudadanos ucranianos. La activa y se escucha en bucle una inquietante sirena. «La primera vez que suena es el aviso de ataque, la segunda quiere decir que el peligro ha pasado», me explica en un inglés indeciso y atropellado. «En general, aquí la situación ha estado bastante tranquila pero vivimos con mucho miedo», reconoce. Ella es la encargada de llevarme hasta el centro administrativo de Mukáchevo, un gran edificio situado en el centro de la ciudad cuyos accesos se encuentran ocultos por paredes formadas por sacos de arena.
Allí tomo contacto con Svyatoslav, alias Slava, un joven cirujano de 25 años que ejercerá de traductor de aquí en adelante. Es alto y espigado, de voz aguda y mirada triste. Sus llamativas ojeras, explica, provienen de la falta de sueño que sufre desde que comenzó la invasión. En este centro conozco también a su madre, médico gastroenteróloga que ahora ejerce como coordinadora de toda la actividad sanitaria en la región. Poco más tarde Slava me presenta a Konstantin Smirnov, responsable de toda la gestión de ayuda humanitaria y asistencia a refugiados de Transcarpatia. Todos ellos dependen ahora del gobierno militar que coordina el país al completo.
Tras la primera noche en el hotel, sencillo y anticuado pero limpio y correcto, me recogen a primera hora de la mañana y me avisan de que nos espera un largo día de trabajo. El plan de la jornada incluye la visita a tres centros de refugiados y a otros espacios destinados al almacenaje, catalogación y distribución de la ayuda humanitaria. Nada más salir nos sorprende una larga cola de coches que aguardan para acceder a una gasolinera. Como lugar de paso que es, la ciudad está plagada de ellas, pero la mayoría están cerradas. «Los ciudadanos normales solo podemos llenar diez litros cada vez porque el suministro de combustible está siendo racionado por el Gobierno», explica Slava. «Nuestros militares lo necesitan mucho más que nosotros y nadie pone pegas», añade. Ese sentimiento de unidad y patriotismo se percibe en todos los rincones. La bandera y los colores de Ucrania visten edificios y espacios públicos por todas partes. También en el centro Venezia, un amplio edificio que su propietario ha cedido para que se utilice como centro para los refugiados. Allí están centenares de ellos, a los que se atiende 24 horas al día. Salieron de sus hogares con lo básico y ahora hacen cola para registrarse, para conseguir ropa o para informarse sobre los pasos para atravesar la frontera y ser acogidos en otros países. También para adquirir el boleto con el que pueden ir a la cantina y conseguir comida. Lo más llamativo es sin duda su apariencia de normalidad. El otro aspecto que llama la atención es la falta casi total de hombres. Los hay, pero la inmensa mayoría son mujeres y niños.
Eugene Zipf, un individuo joven con cara de mayor y las cejas eternamente fruncidas, ejerce como coordinador del centro y me explica las laborales que allí realizan. Me atiende mientras va dando instrucciones a los numerosos voluntarios que colaboran en el lugar. Tras consultarlo, explica que por allí han pasado ya casi 10.000 personas. Algunas familias permanecen alojadas desde el principio de la guerra, pero otras muchas pasan unos pocos días antes de partir con destino a la frontera. Visito almacenes con estanterías en los que se cataloga la comida para bebés, para niños, para mujeres y hombres y también aquella que va a ser enviada al frente, así como otros en los que han hecho lo propio con la ropa. También recorro las amplias estancias atestadas de colchones que hacen las veces de dormitorios comunales.
En un momento dado Eugene me lleva hasta la puerta del centro, donde una furgoneta descarga cajas y más cajas de ayuda humanitaria. «Aquí el 90% de lo que nos ha llegado proviene de España», me dice agradecido mientras sonríe. Y aunque en otras muchas ocasiones se me quitan las ganas, en este caso no puedo más que sentirme orgulloso de mis conciudadanos. Al acercarme me llaman la atención unas latas de atún de la marca Consorcio y me pongo a investigar otras cajas para comprobar que ese material es el que llegó en el camión con el que viajé, y así se lo hago saber. «Dile a tu gente que estamos inmensamente agradecidos por su ayuda», responde, «sin vuestra ayuda y la del resto de Europa no podríamos estar afrontando esta situación». De nuevo en los almacenes, también me dice que cada vez reciben menos ayuda y que ojalá las noticias del periódico ayuden a que la gente siga ayudándoles, un deseo que, le explico, comparto por completo. Al fin y al cabo, si no, ¿para qué nos metemos en estos líos?
Tras finalizar la visita me dan un ticket para que pueda comer y me invitan al concierto que una conocida banda de Kiev ofrece en el patio del centro. «Estas cosas ayudan a la gente a disfrutar y olvidar durante un rato esta situación tan dura», señala Slava. A lo largo de la mañana me ha traducido a varias refugiadas. Una de ellas, Verna Olena, es una mujer con rostro apenado y entrada en la treintena que trabaja como voluntaria en la cocina. Me ha explicado, sin poder contener el llanto, su salida junto a sus padres de Chernígov, una de las ciudades de extrarradio de la capital, y cómo su primo murió tiroteado por tropas rusas al comienzo de la invasión, cuando junto a otro grupo de ciudadanos se enfrentó a los tanques con cócteles molotov. «Cuando comenzó la invasión empezaron a caer bombas constantemente y todo era una caos. Llegaron las tropas rusas y empezaron a disparar a todo el mundo, mataron a mucha gente, a muchos civiles, incluso a niños que huían corriendo de los soldados», afirma con ira. «Disparaban a las casas, a los coches, a todo», añade. «Trabajar aquí y poder ayudar a otras personas que están sufriendo esta situación me ayuda mucho, me da paz mental y me hace feliz», concluye con una tímida sonrisa que asoma bajo sus ojos bañados en lágrimas.
En el Centro Venezia también conozco a Andrew Lisitsia, un joven de 20 años que llegó desde Kiev, obligado por su padre. «Yo quería quedarme y ayudar a nuestros soldados pero me dijo que era muy peligroso y me hizo venir aquí», detalla. Remarca con emoción que mientras estuvo en la capital, suministró información al Gobierno sobre la ubicación de varios tiradores rusos. Su casa estaba en un gran bloque de viviendas situado a las afueras de la ciudad. «Me pasaba horas mirando por la ventana con unos prismáticos y cuando descubría algún punto sospechoso enviaba sus coordenadas», explica. «Creo que logre detectar a cinco o seis de ellos», añade. Ahora se dedica a ayudar en el registro de refugiados y en la gestión de la página web del centro.
A lo largo de la mañana he escuchado varias historias similares, pero lo peor vendrá por la tarde.
Después del concierto nos dirigimos a una guardería situada a las afueras de la ciudad. Aunque no es demasiado grande, por allí han pasado ya más de 2.200 refugiados. También allí llegan nuevas cajas de ayuda humanitaria, y descubro en su interior varias cartas que los niños cántabros envían a los ucranianos mostrándoles su cariño y apoyo. Los testimonios de las familias acogidas sobre su huida de las zonas de combate y sus sentidas muestras de agradecimiento generan emociones encontradas.
Tras despedirnos de ellos afrontamos la última visita del día. Tras un breve recorrido en coche llegamos a una destartalada vivienda de grandes dimensiones donde nos reciben varios niños de luminosos y acristalados ojos azules que me miran con desconfianza. Todos ellos forman parte de la familia Marinko Yoenko Pushkarevski, que huyó como pudo hace apenas un par de semanas de Chornobaivka, una localidad cercana a Jersón, al sudeste del país. También ellos reciben la ayuda cántabra en forma de peluches y de numerosos alimentos, entre otros unas galletas de almendra producidas en Camargo que los pequeños devoran con deleite.
Los testimonios de los adultos son desgarradores. Han llegado a Mukáchevo hace apenas dos semanas, tras conducir durante más de treinta horas y casi mil quinientos kilómetros en los que tuvieron que atravesar más de cien controles de las tropas rusas. Al principio me muestran fotos del sótano en el que vivieron durante casi dos meses, un agujero inmundo con paredes de cemento semiderruidas. Sin camas, sin luz, sin agua. También fotos de la mano del hermano de uno de ellos, destrozada por la explosión de una bomba rusa. La mujer que lleva la voz cantante también llora por momentos, a medida que narra su historia. «Bombardeaban todo constantemente, todos los días, sin descanso». «Las bombas mataron a mucha gente, también niños», continua. Hace una pausa y agradece emotivamente a los responsables de la ayuda humanitaria su acogida. Después continúa con su relato: «Mataron a un amigo mío en plena calle de un disparo en la cabeza, como hicieron en Bucha», destaca. «No había ninguna tipo de asistencia sanitaria, estábamos solos, sin saber qué hacer y muy asustados», añade. «Muchos de los ataque llegaban desde Crimea, contamos hasta noventa». También afirma que, aunque ellos lograron escapar, más de la mitad de la población de la localidad sigue allí. «Los rusos también utilizaron a niños como escudos», continúa. En un momento de su huida, relata, vieron cómo soldados rusos volaban uno de los coches que les precedía, en el que viajaba un joven doctor con su mujer y su hija de once años.
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Me hablan de violaciones a mujeres y niños –en ocasiones delante de sus propias madres–, de asesinatos indiscriminados de familias enteras, de la falta de alimentos y el chantaje permanente de los soldados rusos. Es entonces cuando comprendo que no hace falta decir mucho más para describir el infierno.
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