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Tiene el pelo marrón oscuro y los ojos entre verde y color miel. Habla dentro de una casa recién reformada «que tiene trescientos años» y que parece medio desnuda de lo blancas que están las paredes. Hay un sofá cubierto por una manta con tonos del desierto y un muro de piedras custodia la espalda de Amador Sordo Odriozola, este hombre de 72 años, natural de Val de San Vicente, que ha trabajado de cinco maneras diferentes con sus manos. Es una de esas personas mayores, Amador, que se quitan importancia y resumen su vida con tres frases mal encadenadas. Como si no hubiese aprendido a conocer los tipos de mareas, de dónde viene el aire y cómo pare una vaca –«esas cosas que aprendías a la fuerza y luego te gustaban»– a base de equivocarse. Y de mojarse. «Con veintitantos ya iba a por 'ocla' (algas) en la costa de Pechón con el mar . «Recolectar algas es como si te ponen allí que es donde está el peligro, y cada día te vas metiendo un poco más y un poco más, y cuando te das cuenta el mar no perdona, tienes que saber muy bien lo que haces y dónde está la corriente».
El mayor de seis hermanos, de niño iba a la escuela y al campo «para sacar algún dinero» ayudando a los vecinos. Atraviesan su frente varios surcos como arrugas de arenisca. Dice que «tener cinco vacas, un carro, un dalle y un caballo», que para ser ganadero hoy en día «o posees más de cien animales o no renta». Su padre era marinero y de su madre recuerda «lo difíciles que fueron aquellos años con seis hijos y el trabajo». A los 18 le contrataron para cortar eucaliptos en el monte, «pero nada que ver con lo de ahora, porque no teníamos maquinaria». Hacía falta mucha musculatura física y mental. «Se fue soportando y aquí estamos».
Con 27 se casó y el amor limó un poco la aspereza de sobrevivir. «Mi mujer, Elisa, tenía entonces 22 años y vivía con su madre, su tía y tres hermanas en esta misma casa de Prellezo». Allí se instaló el matrimonio. «Yo solo con cinco mujeres, imagínate». El 1 septiembre de 1979 comenzó a trabajar en la fábrica de algas de Bustio, Unquera, que quebraría varios años más tarde. Entre medio, ganó algún dinero y tuvo dos hijos.
«Recibíamos la ocla de varios recolectores y la tratábamos para y exportarlo a Barcelona, Alemania e incluso China». A los cuatro años cerró la empresa y Amador se juntó con un socio para volver a recolectar algas en la orilla del mar. «Se pagaba muy bien», pero pesaba la jornada. «Después de la ocla iba a segar y a las vacas».
En el año 2008 decidieron quitar los animales. «Nos pasamos con una gota de leche y recibimos una multa de un millón y medio de pesetas que tuvimos que pagar». Vendieron las vacas y dejaron también las noches frías de algas a la vera del mar. «Empezaron a regular la extracción», justifica el hombre. Al poco comenzó en la construcción. «Tenía un conocido en La Revilla (San Vicente de la Barquera)» que le contrató. Cuando llegó la crisis del sector, al de Prellezo ya casi le tocaba jubilarse.
¿Y ahora qué hace? Sobre todo ir a pescar y masticar los pensamientos en la playa del Sable, junto a su perra, Naila, que se sienta sobre una barca abandonada como un amuleto de la suerte. De la suerte de Amador. Ella no ha cambiado.Es fiel desde el principio. El paisaje y todo lo que hay alrededor, sí. . Aquí éramos cuatro o cinco vecinos y ahora todo son viviendas y segundas residencias; sales a dar un paseo y no conoces a nadie, ¿me entiendes? Se están haciendo –enumera con los dedos– una, dos, tres, cinco, seis casas nuevas aquí al lado». ¿Y la vida? «No me puedo quejar. La vida me salió así y se pasó».
Los rostros de la despoblación en Cantabria
Lucía Alcolea
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David S. Olabarri y Lidia Carvajal
Iker Elduayen y Amaia Oficialdegui
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