![Sara Esther Gutiérrez en Villanueva delante de la Torre de Hoyos.](https://s3.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/2025/01/03/Torre%20de%20Hoyos-villanueva%20de%20la%20pena--keNE-U230445742941BYE-1200x952@Diario%20Montanes.jpeg)
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Cualquiera diría que Sara Esther Gutiérrez, de 90 años, lo ha pasado mal. Cualquiera lo diría al ver cómo se ríe, con la expresión desbocada y el ánimo despierto y con las arrugas que marcan su cuerpo como las venas del tiempo. Tiene la piel oscura y la memoria clara y dice que la salud se la ha dado Dios.
El mismo Dios en el que la enseñaron a pensar de pequeña, en , donde iba desde su barrio, Hornillas, en Selaya, con su madre y sus hermanos a comulgar en ayunas los días de Navidad. «Recuerdo esos detalles –dice– y que mi madre nos llevaba café caliente para desayunar después de la misa». A la iglesia y al colegio iba en albarcas y con calcetines de lana de oveja. Vivían «con nada» y en penumbra, «alumbrados con un candil de petróleo», que había que acercar a las caras para distinguirlas. Así vivió Sara Esther su niñez, medio a oscuras y en ese gris constante de «pobreza y felicidad, porque tampoco conocíamos otra cosa».
Tenían una vaca. No dos, ni tres, ni diez, sino y cuando había que dejarla descansar porque paría, comprábamos un litro de leche para desayunar», relata. Compraban poco y vendían todo. «Los corderos, los huevos, la manteca, la leña... lo llevábamos a la plaza porque había que sacar un duro como fuera. Era la miseria», relata. Una miseria de frío y necesidad que se atrinchera en la memoria de la pasiega. Recuerda a las Sara, las mujeres que adquirían los productos de los agricultores para luego revenderlos. Tiempos «de guerra y hambre», pero del dolor sale a veces la poesía, como le salió a sus ancestras el interés por la música. «Mi abuela tocaba la zambomba cuando era fiesta». Cogía una perola y la forraba con piel y los compases atravesaban la loma que separaba su pueblo, Campillo, del nuestro, Valvaluz.
Y así, entre compases, pero a la luz del candil que iluminaba el guateque improvisado dentro de la cuadra, conoció Sara a su marido. Fue lo típico. Cuatro años de novios y matrimonio. Se trasladaron de un pueblo a otro, y a otro, y después a otro y en cada casa tuvieron una hija. Se plantaron en cuatro. Una por año. La primera nació en Quijas y la segunda en Renedo de Piélagos. La tercera y la cuarta llegaron en la casa de Lloreda, Entrambasaguas. Sobrevivían trabajando las fincas, «pero eran tierras difíciles y no había agua ni luz, con cuatro niñas pequeñas». Pasaron «penurias y miedo», pero no se paraban a pensar en ello porque no se podían parar a pensar en nada.
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Sara se encomendaba a Dios todos los días. «Salía de casa a las seis de la mañana para ir a las vacas y dejaba a las niñas durmiendo». Las encerraba para que no les pasara nada, tres en una habitación y la cuarta, un bebé, en otra. ¿Y en qué pensaba usted cuando se iba? «En que si Dios no quiere, no pasa nada, pero ahora lo recuerdo y no tengo ni idea de cómo sobrevivimos», reconoce. Frotaba la ropa en una piedra junto a un pequeño manantial. Frotaba mucho para intentar arrancarse la pena. «Cuántas lágrimas eché yo en la perola de la leche ordeñando las vacas», lamenta
de Villanueva de la Peña, Mazcuerras, frente a dos de sus hijas y la imagen de un marido que ya se fue. «Compramos esta finca con el dinero que nos dejaron varios vecinos a un interés del 6%, todavía tengo por ahí la libreta donde apuntaba lo que le debía a cada uno». Las hijas de Sara iban al colegio de Villanueva «en catiuscas (botas de agua) y cuando se rompían trataban de disimular para que no se dieran cuenta los compañeros de clase». Pero prosperaron y ahora Sara tiene seis nietos y otros tantos biznietos y parece haber descansado de tanto sobrevivir. «No tomo medicamentos y tengo salud, pero ya no valgo para nada». En eso se equivoca Sara. Su relato es un bien patrimonial a conservar.
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