Un coloso del siglo XXI
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La construcción del edificio de Sáenz de Oiza constituyó un enorme reto técnico y creativo que estuvo marcado por los cambios, retrasos, sobrecostes y la constante polémica social que lo rodeóSecciones
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La construcción del edificio de Sáenz de Oiza constituyó un enorme reto técnico y creativo que estuvo marcado por los cambios, retrasos, sobrecostes y la constante polémica social que lo rodeóUn angosto solar ubicado frente a una de las bahías más bonitas del mundo, un espacio portuario que languidecía ante el impulso renovador de una ciudad que, como el resto del país, acababa de entrar en Europa y buscaba ofrecer una imagen moderna, acorde al inminente cambio de siglo y milenio; uno de los mejores arquitectos de España y del mundo en el siglo XX y el objetivo final de dotar a Santander de una infraestructura cultural de primer orden. Ese es el contexto en el que tuvo lugar la construcción, entre agosto de 1986 –fecha en que se colocó la primera piedra del edificio– y abril de 1991, tras unas obras marcadas por los constantes retrasos, los continuos sobrecostes, los numerosos cambios establecidos respecto al proyecto original y una intensa polémica, la construcción del Palacio de Festivales, convertido hoy en la actualidad en uno de los símbolos arquitectónicos de la ciudad. El propio Sáenz de Oiza lo definió como «un edificio ecléctico del sigloXXI», explica Aurelio Vega, arquitecto director de la obra, quien destaca que «fue un edificio innovador y tremendamente polémico». La construcción, de 25.000 metros cuadrados, recayó en Sáenz de Oiza, según explica Vega, tras ganar el navarro el concurso público nacional de proyectos para el Palacio de Festivales. La propuesta de De Oiza, «que en aquella época ya era catedrático de proyectos de la Escuela de Arquitectos de Madrid», ganó el concurso ante las de Navarro Baldeweg, García de Paredes o Rafael Moneo, entre otros destacados arquitectos que participaron en la convocatoria. Poco después se adjudicaría a la empresa Dragados y Construcciones, «que en aquel momento era la empresa de construcción más importante de España», el desarrollo de la obra, explica Aurelio Vega, quien añade que «lo hizo muy bien».
La propuesta original del reconocido arquitecto estaba inspirada en el Teatro griego de Epidauro, uno de los más grandes y mejor conservados de la Antigüedad. La propuesta arquitectónica quedó enmarcada dentro del posmodernismo, corriente caracterizada, entre otros factores, por la recuperación de la ornamentación en las fachadas y la inclusión del color y referencias históricas. Desde el momento en que Francisco Javier Sáenz de Oiza asumió el proyecto de construir el futuro Palacio de Festivales comenzaron los condicionantes que marcaron el desarrollo de la obra. El primero de ellos fue precisamente el carácter difuso del propio proyecto, que inicialmente apuntaba a un auditorio para música, fundamentalmente clásica, de tamaño medio y con presupuesto moderado. Posteriormente, por exigencias del por entonces presidente de Cantabria, Juan Hormaechea, la propuesta original tuvo que ser redefinida para adaptarse a un edificio más flexible y de carácter multidisciplinar, capaz de albergar también otras propuestas culturales de carácter teatral, cinematográfico o dancístico.
Además de las conocidas tensiones entre el arquitecto y el jefe del Ejecutivo regional en aquella época, que merecen un capítulo aparte, la construcción del Palacio de Festivales se vio también condicionada por multitud de aspectos técnicos que contribuyeron a retrasar y encarecer un proyecto cuyo presupuesto inicial era de 800 millones de pesetas y que acabó costando cerca de 7.500. Entre dichos problemas destacaron las proporciones y la ubicación del solar en que se iba a construir, un espacio «anexo a la Escuela de Náutica y a las oficinas de Astilleros del Norte, que hubo que reforzar cuando se descubrió roca en una zona en la que no se podían realizar grandes voladuras», explica Aurelio Vega. Por ello, el equipo tuvo que emplear «un cemento expansivo que por aquella época empezaba a emplearse con éxito en España para hacer voladuras controladas». Los sobrecostes de la obra, que estuvieron en parte originados por estos y otros inconvenientes, no fueron en realidad tan abultados como parece, porque como explica Vega «el coste final incluyó los equipamientos, que era un aspecto que, aunque se contempló, no se incluyó en el contrato porque la convocatoria se centró en la construcción del edificio», detalla el director de la obra, quien añade que «después hubo que incluir muchos elementos del equipamiento como el foso retráctil u otros y, en ese sentido, no es que el presupuesto se disparase».
Más allá de los numerosos cambios a que obligaron las nuevas especificaciones del edificio, el diseño de Sáenz de Oiza consiguió salvar con notable eficacia técnica un proyecto marcado también por las características del espacio en que iba a erguirse, un solar de 120 metros de largo y 40 de ancho situado en una loma que desciende hacia la bahía. En ese sentido, De Oiza supo adaptar la distribución interior del edificio para adaptar la sala principal del edificio, la Sala Argenta, con capacidad para 1.500 espectadores, a la pendiente natural del terreno original. También destaca su aspiración de plasmar en la construcción la esencia marinera del enclave, algo que se tradujo en el uso de elementos como las torres, a modo de los mástiles de los barcos, o las estructuras metálicas que los coronan, que recuerdan a sus banderines o, muy especialmente, el uso del color. El propio Sáenz de Oiza declararía que «los barcos tienen unos colores maravillosos y las arquitecturas son anodinas, grises». Ese, el del color, fue otro de los puntos de fricción entre el arquitecto y el por entonces presidente cántabro, un debate que afectó tanto a la imagen exterior del edificio como a sus equipaciones interiores. En ese aspecto, Aurelio Vega destaca que los constantes cambios de criterio provocaron episodios como el de «las columnas que hay en los deambulatorios y dentro de las salas, que se llegaron a pintar 24 veces».
A medida que la obra se acercaba a su final, se hicieron patentes diversos aspectos que contribuyeron a alimentar la polémica existente en torno al edificio. Entre ellos, destacaron los fallos de funcionalidad, que afectaron a diferentes partes de la estructura. El acceso diseñado por De Oiza, por ejemplo, partía de Gamazo y llevaba a los espectadores a acceder a la sala por la zona que tenía que albergar un foso para orquesta inexistente. De esta forma, el acceso del público no era ni cómodo ni práctico, y obligó además a retirar las dos primeras filas de butacas e idear una solución alternativa –el foso retráctil– que ha permitido desarrollar espectáculos con orquestas de grandes dimensiones. También el sistema de montacargas diseñado originalmente tuvo que ser modificado para facilitar el traslado del material de los distintos espectáculos. Otros de los aspectos más polémicos fueron tanto la instalación del gran trapecio que domina la fachada sur del edificio, cuyo fin era poder contemplar la bahía y que solo fue utilizado en una ocasión –con motivo de un ballet de Nacho Duato–, como las butacas elegidas originalmente, que no dejaban espacio al espectador y hubo que cambiar.
Especial 30 años del Palacio
Marta San Miguel
Rosa Ruiz
GUILLERMO BALBONA
Treinta años después, el edificio de Sáenz de Oiza se ha convertido en parte de la esencia de Santander. Una propuesta que no deja indiferente, para unos excesivamente grandilocuente y llamativa, para otros una equipación cultural imprescindible y una propuesta arquitectónica de enorme calado. «Cuando se habla de que mis edificios son polémicos, en el fondo es porque lo que hago es arriesgar. Las obras de arte nacen siempre de quien ha afrontado el peligro, de quien ha ido hasta el extremo de una experiencia», afirmó el arquitecto.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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