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El tiempo actúa en el Palacio

Aniversario del Palacio de Festivales ·

El edificio de Sáenz de Oiza lleva 30 años actuando como catalizador de la ciudad, discutido y amado sin remedio

Marta San Miguel

Santander

Viernes, 30 de abril 2021, 07:08

«Creo que esto te puede interesar», dice Encarnación Martínez, y pone sobre la mesa varias carpetas de documentos oficiales, con sellos y membretes tan antiguos que apenas sí se ven. En la pequeña sala sin ventanas de la quinta planta de Peña Herbosa, la responsable del archivo de la Consejería de Presidencia acumula sobre un carrito de metal varias cajas con una numeración que sólo ella entiende. Son las claves de la memoria regional, como el número PIN que mantiene a salvo los pasos que hemos dado como comunidad; pasos administrativos, burocráticos, pero también estéticos y sentimentales. De esas cajas comienza a extraer fotografías en blanco y negro tocando sólo los bordes, y las posa en la mesa; se ven obras, columnas rojas, hombres con casco, cimentaciones. Entonces, saca un documento y lo coloca delante. «Mira esto», y señala un informe de folios grapados donde se lee en la portada, en mayúsculas y escrito a rotulador: 'Teatro de Festivales' y una fecha al lado, 1977. Las letras son idénticas, el trazo voluntarioso por plasmar el valor de lo que hay al subrayar el título. ¿Qué es esto? «El germen del Palacio de Festivales», dice. Y lo abre.

Un minúsculo olor a caja cerrada y almacén se escapa al pasar las páginas. El membrete de la Diputación Provincial de Santander convive con la tipografía rugosa de las antiguas máquinas de escribir, y con sangría a la izquierda desgrana argumentos sobre la posible ubicación de un gran teatro en la zona de Castelar, en concreto, en la cuesta del Gas. En esos papeles amarillentos, que las manos de la archivera manipulan como si fueran de vitela, aparece refrendado el proyecto como una construcción estratégica para la ciudad de Santander. ¿Hasta dónde se remonta el ansia de la capital de dotarse de un espacio de semejantes características? «Este es el tercer informe», aclara Encarnación, y señala el párrafo donde se lee 1966, la fecha en la que se comenzó a hablar de construir un edificio llamado a cambiar no sólo la fisonomía, sino la identidad cultural de Santander. ¿No fue justo ese año cuando derrumbaron el Teatro Pereda? La pregunta queda en el aire de la pequeña sala y se mezcla con el olor a décadas de almacenamiento que desprende la argumentación del arquitecto provincial Ángel Hernández Morales, el mismo nombre que rubrica los dos informes anteriores sobre los que vascula la idea de construir un teatro. Pero no uno cualquiera.

Cuando la piqueta y la brutalidad echaron abajo el Teatro Pereda, el Festival Internacional tenía desde 1952 en la Plaza Porticada su caja de resonancia cada verano en Santander. ¿Qué se vivía entonces en la ciudad? ¿Acaso había forma de asomarse a la escena más allá de los veranos? Con esa herencia regia del turismo estacional, la capital carecía de un espacio capaz de ponerse al nivel de la emblemática plaza, que a pesar de sus sillas plegables, aupaba a los artistas internacionales sobre los adoquines que sostenían durante un mes el escenario desmontable del FIS.

Mientras los informes que sobreviven en los archivos del Gobierno de Cantabria testimonian los años que la región se pasó tirando de la polea hasta lograr levantar el telón de un 'Teatro de Festivales', aún tuvieron que pasar varios presidentes autonómicos, plenos municipales en los que se abordaban ubicaciones hoy impensables como la Plaza de Italia (Gran Casino) o Cuatro Caminos, o el que ofreció Juan Hormaechea como alcalde, junto al nuevo campo del Racing.

«Aquí está lo que se conserva de esos años», dice Encarnación Martínez tocando las cajas. En la mesa, las fotografías muestran un Santander previo, con grúas y la 'draga Loreto', con el desnivel hacia la bahía que hoy salvan un reguero de escalones y que entonces eran los tejados de un negocio marinero en vías de extinción. El tiempo lleva desde entonces actuando en el Palacio, desde esos primeros papeles que la archivera provee como una regidora que susurra entre bambalinas, hasta hoy. El edificio es algo más que el resultado de un proyecto ideado por Sáenz de Oiza en 1985, es la consecuencia de un cambio urbanístico y mental de toda una sociedad que buscaba arrojar luz a los días en los que el invierno acumulaba la calima.

Vista de la concha acústica del escenario de la Sala Argenta, que ocupa 580 metros cuadrados, tiene cuatro plataformas, dos de ellas giratorias. J. Cotera

El momento histórico que vivía el país, con la adhesión a la Comunidad Económica Europea y el ansia por modernizar instituciones y equipamientos, ponían de cara la transformación de un espacio del litoral de la ciudad. Sin embargo, a pesar de los informes minuciosos de Hernández Morales, que acompañaba de planos y de necesidades respondidas (como, por ejemplo, si tiene capacidad para 2.000 personas, decía, tenía en cuenta los 525 vehículos de media que atraería); a pesar de las ganas, del talento del arquitecto seleccionado y los millones previstos con ayuda del Ministerio de Cultura, algo sucedió por el camino: la construcción se inauguró en 1991, pero hay algo inacabado en el Palacio de Festivales, y ese algo lo vuelve temible o admirado como si no tuviéramos claro como ciudad qué tipo de edificio lleva conviviendo 30 años con nosotros.

Todo lo que ha pasado desde entonces dentro del edificio sucedía también afuera con el mismo volumen transformador. El vínculo con un nuevo modelo productivo, que sustituyó a los antiguos astilleros por bambalinas, focos y tramoyas a golpe de festivales, óperas y concursos internacionales de piano, mantiene vivo el edificio, alterado y alterable no sólo con cada función que acoge, sino con cada mirada que recibe, ya sea de un turista puntual o de un santanderino de chaqueta por los hombros sabedor del nordeste. Ahora que la obra de Sáenz de Oiza cumple tres décadas de historia, cabe preguntarse por esa convivencia; si en realidad no es un éxito que un edificio genere tantas adhesiones a su estética como odios furibundos a su concepción. Basta con sacar el tema en cualquier espacio para comprobarlo, ¿acaso es posible interceder en discusiones entre los que admiten que sólo desde la bahía se aprecia una visión colosal y los que usan el verbo encajar para definir su perspectiva? ¿Y qué hacer con los pusilánimes que lo quieren únicamente por ser el más grande de los teatros, como si eso bastara para afinar su pertenencia a una ciudad que llevaba un siglo sonando, actuando, acogiendo teatro desde 1919 en el Teatro Pereda o a La Barraca en la UIMP, el jazz en los bares oscuros del Río de la Pila y su prolongación en festivales intermitentes, la compañía Caroca, la feria de arte que estaba por llegar para honrar lo que desde la pequeña Galería Sur alumbraba Manuel Arce? ¿Qué sociedad no querría elevarse sobre un escenario si tenía en la platea semejante público?

El mundo de las ideas

Todo empezó en una cuartilla oscura, de esas que se utilizan luego para hacer calcos. Ahí, con unos dibujos que no eran más que líneas difusas y cimbreantes, la mano de Francisco Javier Sáenz de Oiza (Navarra, 1918–Madrid, 2000) alumbró por primera vez el perfil del Palacio de Festivales en 1984. ¿Por qué surgió esa idea de edificio frente al mar y no otra? «La respuesta del arquitecto a un problema es siempre irracional, algo pasional e inexplicable, como elegir novia, carrera, o explicar nuestra caligrafía», decía el arquitecto navarro. Y el problema en este caso era la dificultad del proyecto en el que se acababa de embarcar, vía invitación oficial de el Gobierno de Cantabria. Porque el Palacio de Festivales se hizo por concurso público, sí, pero selectivo. Sólo hay que mirar los finalistas para comprobar que aquella convocatoria tenía algo de estrella en el pecho de la camiseta nacional. Proyectado en un desnivel que puso entre la espada y la pared a los mejores arquitectos del país, junto a Sáenz de Oiza, se pueden ver los proyectos igualmente ajustados a la complicada ubicación de Rafael Moneo, Juan Navarro Baldeweg, José María García de Paredes, Juan Ignacio García Pedrosa, Clemente Lomba Gutiérrez, José María Malo Mateo, Luis de la Fuente o Pedro Arbea Ayestarán.

El concurso de Santander en los 80 no fue el único. Tal y como recoge la hemeroteca del Colegio de Arquitectos de Cantabria, el Ministerio de Cultura, «en una campaña nacional de apoyo a la música, convocó varios concursos de ideas para la construcción de auditorios y apoyar la transformación del frente litoral, como sucederá después en Bilbao, San Sebastián, Gijón y también en Galicia, donde el propio Oiza también participó en el 'Concurso Abrir Vigo al Mar'».

Vista general de las butacas de la Sala Argenta, con capacidad para 1.500 personas; forradas en azul, fue otro de los cambios que sufrió respecto al diseño inicial, en un tono crema. J. Cotera

En la convocatoria de Santander, el reto fue el emplazamiento: un espacio estrecho y alargado, con un fuerte desnivel, sin apenas perspectiva, con la Escuela de Náutica al lado y un solar al otro (que estaba llamado a acoger un futuro Palacio de Congresos y que al final se llevó al Sardinero). Por si fuera poco, la complejidad del espacio para renombrar el urbanismo de la ciudad traía consigo la mentalidad del café para todos del momento, y el edificio proyectado acabaría requiriendo modificaciones con el fin de ser el auditorio para grandes conciertos con orquestas, pero también el teatro donde pudieras ver la cara del actor mientras apuñala al traidor en un Shakespeare, con una caja lo suficientemente grande como para albergar óperas de escenografías majestuosas llegadas del Liceu de Barcelona.

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Primero fue la idea y después la realidad: ¿cabrían el Teatro Pereda y la Plaza Porticada en el nuevo edificio? «Creo que la extensa lista de actividades que se pretende realizar en este 'Palacio de los Festivales' plantea al edificio un problema de identidad», dijo el arquitecto cántabro José Ignacio Villamor, representante de los concursantes en la comisión, tras el fallo del jurado. En ese texto, Villamor defendía su predilección por la opción presentada por Juan Navarro Baldeweg, pero también su inviabilidad para llevarla a cabo, ya que «no parecía adecuarse al exagerado aforo pedido y a la multiplicidad de espectáculos que un festival tan variopinto tiene». La tarea de transformar la vida cultural y estética de Santander recayó por tanto en Sáenz de Oiza, para entonces consagrado con el Premio Nacional, una cátedra y obras en su haber como la Torre del entonces Banco de Bilbao, las Torres Blancas de Madrid, o la Ciudad Blanca de Alcudia. Por primera –y única vez– pondría su genio al servicio de un espacio escénico, y su idea era clara: construir un palacio para acoger festivales, levantar un emblema, versátil como una catedral.

Quién dibujó el Palacio

Nacido en Navarra en 1918, Sáenz de Oiza pasó sus primeros años en Sevilla, donde pintaba por las calles. Se sentía artista. En su acento ya siendo octogenario guardaba todavía ese deje vocal adquirido mientras jugaba a eso, a crear, intervenir mientras el Guadalquivir y el olor a azahar imponían sus colores. Lo visual era la simiente. El resto, poesía y técnica, decía el arquitecto.

Su estudio estaba en la calle General Arrando, en Madrid. Allí resolvía concursos de ideas para construir edificios, palacios, reformas como la basílica de Aránzazu (Oñate) en 1950, en la que cuatro torres parecen el preludio de las que emergen en el boceto a mano alzada del Palacio de Festivales. Ese trazo aparentemente tembloroso que realizó Sáenz de Oiza en sus bocetos iniciales surgió después de un viaje que hizo por Grecia con sus alumnos de la Escuela de Arquitectura de Madrid. Algo sucedió en Epidauro cuando vio su teatro porque volvió con un pálpito, esa pulsión que transformó después en garabato, espacio, luz e idea. En una axonometría del arquitecto, uno en realidad parece estar ante un cuadro de Escher, y mientras las limitaciones del terreno ponían a prueba los volúmenes y la capacidad requerida, las manos del arquitecto jugaron con desniveles en bocetos y planos hasta que hoy en día salvan ascensores, como el que discurre de la planta -3 a la planta 5. «Más de una vez, algún músico o artista se ha perdido por los pasillos del Palacio, yo mismo al principio me perdía constantemente», recuerda Gonzalo de Cos, miembro del equipo inicial y que en la actualidad es el regidor del espacio, el que recibe al público bajo los lienzos de José Ramón Sánchez que visten desde el principio el edificio, con la colección 'Nijinsky y los ballets rusos', o el enorme fresco del techo de la Sala Pereda.

Entre escaleras, puertas de acceso a nivel del mar –o por debajo, como está el escenario de la sala pequeña– y cuatro torres de 50 metros de altura que quieren arañar la bruma con las uñas azules, un poderoso frente de metal verdoso dota de rostro al conjunto. Por un lado es un trapecio de metal, y por dentro, el fondo del escenario de la Sala Argenta que nunca llegó a abrirse en escena; a los lados, filas de columnas en rojo en una terraza que mira a la bahía con sus capiteles metálicos, y mármoles en dos tonos que se repiten en pequeñas grecas por las paredes internas pintadas en un tono ocre, o arcilla, un color tierra mediterránea que cubre los pasillos por los que el público llega al patio de butacas, un graderío de una pendiente colosal, desde la primera hasta la última fila, ahí arriba donde las cabinas técnicas lanzan sus cañones de luz a una distancia que en ascensor supone subir tres pisos. Esto es el Palacio tras la idea, una mezcla entre lo moderno y lo indescriptible, capaz de colocar entre frisos azul cobalto unas alas de metacrilato en el techo para mejorar el sonido.

¿De dónde surge esa estética con la que los espectadores conviven con mayor o menor comodidad desde hace 30 años? El origen está en el Teatro Epidauro. Construido hacia el 330 a. C. y con capacidad para 14.000 personas, es el símbolo más importante del teatro griego antiguo, de hecho, el propio Sáenz de Oiza así lo explica en la memoria del proyecto. «Situar el edificio frente a la bahía: la clave del problema», reconocía, y a continuación se agarraba a los clásicos para resolver el misterio: «Nos apoyamos en la ladera y penetramos ascendiendo desde la escena como en Epidauro: ¡Oh, Epidauro! Anclar la forma en la bahía, hacerla permanecer ahí, clavada para siempre». Sin embargo, hay algo en su trazado laberíntico que recuerda también al Palacio de Cnosos, en Creta, donde los restos que aún se mantienen intactos recuerdan inequívocamente a los colores y las formas proyectadas por Oiza, casualmente el lugar donde se ubica la leyenda del laberinto, el minotauro y el hilo de Ariadna.

Los otros laberintos

Como en los teatros griegos de los que toma la estructura en columnas en torno al proescenio, las gradas caen en cascada, de una verticalidad que en Santander llegan a dar vértigo desde el gallinero. ¿Había palco en esos teatros iniciáticos, dónde se sentaba el rey de Atenas o el de Minos? En la Sala Argenta, el palco es un espacio limitado con barrotes dorados que lo separan de las demás butacas a la misma altura y disposición: «El rey es un ciudadano más», dijo Oiza cuando le preguntaron al respecto. Y no fue la única respuesta que tuvo que dar a propósito del diseño, porque la historia del Palacio es también una larga historia de cambios y enfrentamientos, de luchas por encontrar un equilibrio entre las dimensiones mastodónticas, los colores adecuados, la estética y el deseo. Este fue el otro laberinto al que se enfrentó el edificio que estaba llamado a cambiar la vida cultural de la capital cántabra, cuya versatilidad no solo debía acoger el Festival Internacional sino también una programación que desestacionalizara la narrativa escénica. ¿Cómo? Primero con el propio edificio, pero sobre todo, con un equipo capaz de llevarlo a cabo. Y eso, paradójicamente, se abordaría casi lo último.

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Bajo la presidencia de Ángel Díaz de Entresotos, con el concurso resuelto en manos de Sáenz de Oiza, empezaron las obras tras el acto de colocación de la primera piedra. El ministro de Cultura era entonces Javier Solana, y según la hemeroteca, el presupuesto inicial era de 1.000 millones de pesetas, 600 de los cuales los aportaría el Ministerio, según cita. Las obras fueron adjudicadas a Dragados y Construcciones, bajo la dirección del arquitecto Mario Jordá. Primero hubo que tirar las antiguas naves que ocupaban el terreno tras expropiárselo a Astilleros del Atlántico. Luego se añadió la dificultad para cimentar semejante mole en un espacio constreñido, de hecho, hubo que horadar la ladera de Reina Victoria hasta diez metros de profundidad. Era hasta la fecha el edificio más voluminoso que se levantaba en Santander (22.000 metros cuadrados). Mientras se ponía patas arriba la ladera sur de la ciudad, y Canalejas, Castelar o Don Daniel se asomaban hacia las nubes de polvo que se elevaban en Naútica, en la ciudad se aspiraba no sólo a estrenar un foco cultural, sino a estrenar más ciudad; ¿acaso no era la oportunidad para rehabilitar y urbanizar los espacios degradados de Gamazo, aprovechando que el nuevo edificio simbolizaba la cultura y el conocimiento como una forma de convivencia? La recuperación del Dique de Gamazo y la construcción de la Duna de Zaera llegaron sin embargo mucho después (2013). Entonces, sólo había planos y volúmenes inauditos para una ciudad que miraba a Europa con la intención de despegar hacia milagros que luego se demostrarían no eran tanto. Hay una pregunta que nos hacen desde sus cajas de cartón los archivos guardados por manos que anotan con mimo dónde y cuándo y cómo se hizo: ¿puede sólo un edificio reformular toda una ciudad? La paradoja quiso que el mismo año que Santander inauguraba el Palacio de Festivales, la vecina Bilbao aprobó levantar un extraño edificio firmado por Frank Gehry en la margen más gris de la ría.

El cambio que sí experimentó el Palacio tuvo lugar en 1987, cuando Juan Hormaechea llegó a la presidencia del Gobierno de Cantabria. Si ya durante su etapa como alcalde propuso ubicaciones para atraer su construcción, ahora que estaba al frente del Gobierno, el proyecto adquirió tintes megalómanos. Si el Palacio de Festivales estaba concebido por Sáenz de Oiza como un auditorio para conciertos, el nuevo presidente reformuló el uso del espacio: no sólo sería un auditorio, tendría que acoger también óperas, zarzuelas, ballet, teatro, lo que hiciera falta. Debía valer para todo. A esto, además, se unió que la belleza conceptual de Oiza no había concebido que un teatro es un hermoso lugar que se mancha, que se pisa, que se pinta; donde los técnicos montan y desmontan escenografías, y las ruedas se arrastran, y se clavan martillos entre pegatinas donde los actores que sudan caen al suelo. ¿Y qué decir del patio de butacas, donde los espectadores al principio ocupaban sillones forrados de una tela blanquecina, tan suave y clara que una mancha podría perdurar tanto como el verde metal de la fachada? También rosa claro eran los telones, cuando en un teatro, la clave junto con el sonido, es la oscuridad para posibilitar todo juego de iluminación. Entre las exigencias de tamaño y la ambición del presidente por un lado, y la cuestión estética refinada y en comunión con la idea original del arquitecto, emergió a la orilla de la bahía un tremendo edificio que, a diferencia de los teatros clásicos griegos que emulaba –y que descienden desde su entrada al escenario–, proponía un ascenso por una escalinata de mármol hacia la base del trapecio verde de la terraza, bajo el cual, el público accedía entre las gruesas columnas y avanzaría por debajo del escenario para aparecer abajo del todo, en el patio de butacas, es decir, en la fila uno, atravesando el hueco donde actualmente está el foso. Porque entonces no había foso, ese escondite justo debajo del escenario, donde se ubica la orquesta en las óperas y algunos ballets. Hubo más cambios, adecuaciones, ambiciones, y con ellos, ampliaciones de presupuesto.

El proyecto se hizo en dos fases; la primera en 1985, y la segunda, en 1987. Durante los casi seis años que duró la construcción, el Palacio de Festivales se enfrentó a la disidencia de los ciudadanos, abrumados por la imposición de un nuevo perfil en la postal bucólica de Santander y otros alentados por la adquisición de nuevos formatos estéticos que dejaban atrás el modernismo, el costumbrismo, o cualquier tipo de movimiento que se pudiera catalogar; en esos seis años hubo que añadir además el de las polémicas políticas, sobre todo por el desfase presupuestario que pasó de los mil millones iniciales a los 7.500 que al final costó.

Afinar el edificio

Tras la moción de censura que descabalgó a Hormaechea de la presidencia, el nuevo gobierno presidido por Jaime Blanco inauguró el 29 de abril de 1991 el edificio. La placa conmemorativa que más tarde desapareció daba fe de ello. Pero lo más importante: ¿llegó el Palacio de Festivales afinado a su estreno? Juan Calzada sonríe y titubea cuando recuerda la llamada de Rafael de la Sierra, entonces consejero de Cultura, en la que le ofreció ponerse al frente de un espacio ansiado, único y extravagante, enorme para una ciudad acostumbrada a las grandes citas estivales, y sin embargo, incapaz de proyectar un equipo humano que dotara de contenido semejante instalación: sólo el escenario de la Sala Argenta mide más de 500 metros cuadrados, qué hacer con la producción, el equipo técnico, el trabajo invisible que hace la magia de la escena viable.

El engranaje empezó a funcionar con la promesa de hacer una temporada inaugural a la altura de lo que había sido su construcción, pero a esa promesa le faltaba no sólo el equipo sino hasta los despachos donde darle forma. Incluso la zona de carga y descarga quedaba demasiado lejos del ascensor que baja el material hasta la Sala Argenta, y al principio los camiones tenían que parar en mitad de la calle Reina Victoria a descargar, porque ahí estaba la puerta, donde actualmente se encuentran las taquillas. Aquel equipo inaugural estuvo formado por Juan Calzada, Román Calleja, –que ya entonces halló entre los pilares del Palacio el espacio que después se transformó en la Escuela de Artes Escénicas– , Lynne Kurzeknabe, Javier Ontañón y Gema Agudo. En apenas unos meses, trabajando quince horas al día, diseñaron el programa inaugural, pero también los cambios estructurales que irían llegando, meses y años más tarde, para afinar el edificio que hoy suena como un actor con treinta años de experiencia delante y detrás del telón.

Aquel primer programa ofreció del 29 de abril al 20 de julio de 1991 una veintena de propuestas. Empezó a lo grande, y como metáfora sonaron las tres horas del 'Joshua' de Haendel que The King's Consort interpretó en esa jornada inaugural. Después estrenaron camerinos artistas y músicos como Philip Glass, Teresa Berganza, Nuria Espert, la Orquesta Nacional de España o el Orfeón Donostiarra. El cierre de temporada lo puso el Centro Dramático Nacional con el 'Hamlet' de Shakespeare que dirigió José Carlos Plaza. Ser o no ser un Palacio de Festivales se decidió en cuestión de meses en las oficinas de un piso de la calle Juan de la Cosa que hoy no existe; el programa que sacaron adelante, sin embargo, sigue intacto en los archivos de la Sociedad Regional de Cultura, como los frutos que alumbraron después, entre ellos, los de la Escuela de Artes Escénicas, que durante años acogió la formación de actores y actrices que ahora forman el tejido escénico de la región, con compañías y salas que ofrecen programación estable; también nombres de actores como Marta Hazas, Eduardo Noriega o Agus Ruiz, entre otros, no se conciben sin esos pasillos proyectados por la mano de Oiza y que acabaron reconvertidos en aulas por las que hoy en día siguen pasando decenas de alumnos.

Paco de Lucía actuando en el Palacio de Festivales.

Calzada dejó su puesto al frente del Palacio apenas unos meses después de la inauguración. Las elecciones de mayo de 1991 sentaron de nuevo a Hormaechea en la presidencia de Cantabria. Regresó en 1995 cuando acabó el mandato del presidente, y ahí siguió hasta 2012, cuando los cambios en el gobierno y de gestión entre sociedades unificaron algo más que siglas, cambiaron el equipo de dirección y aquel grupo del piso de Juan de la Cosa también desapareció.

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¿Qué ha quedado de aquel origen? ¿Qué ha hecho el tiempo con el Palacio sino afinarlo con la mirada y el oído, por ejemplo, de Javier Castellanos, que durante estas tres décadas fue el regidor de un imperio de luces y sonidos? ¿Cómo han dejado su impronta en el edificio quienes les sucedieron, la gestión económica durante una legislatura de Víctor Huergo, la programación después a manos del poeta Regino Mateo o la actual con Carlos Troyano? ¿Qué han heredado y qué bis pide el público después de que tres décadas de políticos y actores hayan ocupado ambos lados del telón? No está ya Sáenz de Oiza para comprobar si se hizo realidad aquel deseo con el que concurrió al concurso: «Que las generaciones futuras recuerden de su Santander su nuevo Palacio de Festivales», decía en la memoria de su proyecto. Y vaya si se recuerda. Aún hoy, 30 años después, sigue intacto ese olor minúsculo a deseo que guardan las cajas de los archivos donde empezó todo.

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