Los Wildenstein
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Los Wildenstein
Sábado, 23 de Octubre 2021
Tiempo de lectura: 11 min
Creo que he encontrado un Velázquez desconocido». Antoine van de Beuque, un anticuario parisino, habla con emoción contenida, la justa para encelar a su interlocutor sin parecer ávido por convencerlo. Corre el año 1999. «Es imposible. Todo Velázquez está catalogado», responde Daniel Wildenstein, por entonces el patriarca de la dinastía de marchantes más importante y polémica del mundo. Las diez mil telas que dicen que posee avalan su gusto exquisito y su olfato. La Tour, Monet, Degas, Van Gogh, Picasso, Dalí... Cientos de obras maestras cuelgan de sus galerías y mansiones y muchas más están almacenadas en sótanos.
«No está firmado –reconoce Van de Beuque–. Pero tiene que verlo. Es su estilo, su trazo. Si no es de Velázquez, es de su taller». El cuadro en cuestión es un retrato de Felipe IV y no tiene certificado ni firma. Pero es extrañamente familiar. Al fin y al cabo, el genio sevillano pintó muchas veces a su monarca, para el que trabajaba como aposentador.
El lienzo pertenece a una familia de Meudon, al oeste de París. Una médica aficionada al arte lo ve y le llama la atención. Los propietarios piden 3,6 millones de francos (traducidos a hoy, unos 700.000 euros), una ganga si resulta ser un Velázquez. Saldría a subasta por decenas de millones. Daniel tiene un lema: «Se compra con determinación, se vende con paciencia». Solicita la opinión de Alfonso Emilio Pérez Sánchez (hoy difunto), exdirector del Museo del Prado y autoridad en el Barroco. «La intensidad expresiva y la fluida calidad técnica» convencen al experto de que se trata de un Velázquez legítimo. Daniel paga lo que le piden, más una generosa comisión a la médica. En cuanto a Van de Beuque, deberá esperar a que Wildenstein lo revenda y entonces se llevará un 25 por ciento. El intermediario ya se ve millonario... El trato es verbal, entre caballeros. «Tenga paciencia», recalca Daniel. Veintidós años después sigue esperando.
El supuesto Velázquez está en paradero desconocido. El diario Le Monde ha desvelado que es propiedad de un coleccionista norteamericano anónimo, aunque nada se sabe de la venta. Los herederos de Daniel Wildenstein enviaron una carta a Van de Beuque cuando este les pidió explicaciones. «Con respecto al cuadro atribuido a Velázquez, es muy prematuro pronunciarse. Todavía es necesario el reconocimiento de otros expertos. Se muestra usted muy impaciente. Pero en su interés y el nuestro debemos seguir esperando». Al anticuario aquella carta le olió a cuerno quemado. Y ahora ha decidido airear el asunto.
El episodio solo es el último peldaño en el descenso a los infiernos de una de las estirpes más poderosas de Francia, perseguida por el fisco, sospechosa de haber colaborado con el expolio de los nazis y destrozada por las desavenencias familiares. Al frente, Guy Wildenstein, de 75 años, hijo menor de Daniel y último heredero de un imperio que fundó su bisabuelo en el siglo XIX, lucha denodadamente por mantener sus privilegios y su patrimonio –de 5000 a 10.000 millones–, compuesto por la inmensa pinacoteca, los palacetes en París y Nueva York, la granja de 30.000 hectáreas en Kenia (donde se rodó Memorias de África), la mansión en las islas Vírgenes, jet privado, yates, cuadras... Una fortuna que parecía invisible a la Hacienda francesa. Los Wildenstein no tributaban más de 5000 euros anuales por una veintena de cuadros.
«Wildenstein es un imperio, la mayor dinastía de marchantes de arte del siglo XX –escribe la periodista y directora de cine Magali Serre en el libro Les Wildenstein–. También es un misterio, porque esta actividad comercial está sujeta a una asombrosa discreción por parte de los miembros del clan. Daniel y sus dos hijos, Guy y Alec (el mayor, que falleció en 2008), apenas han concedido entrevistas. Reinan en el mundo del arte, pero solo su actividad hípica nutre las páginas de las revistas».
La dinastía empezó con Nathan (1851-1934), un judío de Alsacia que emigró a París porque no soportaba vivir bajo dominio alemán. Tenía siete hermanos, pero le aseguró a su futura esposa que era hijo único y mantuvo la mentira hasta la tumba. Comenzó a trabajar en la tienda de tejidos de su suegro. Un cliente le confió un cuadro. Vendió la tela; reinvirtió el beneficio en otras pinturas, del siglo XVIII siempre. Abrió su primera galería en la Rue La Boétie en 1890. La crisis de 1929 obligó a los Wildenstein a mantener los cuadros 'dormidos', a la espera de que se relanzaran los precios. Una práctica que se volvería habitual.
Tomará el relevo su hijo Georges (1892-1963), que desde muy joven había intuido que los impresionistas eran la mejor inversión de futuro, aunque Nathan los despreciaba. Georges firmó, además, un contrato de 15 años con un joven Pablo Picasso. Horrorizado, su padre le abrió una galería aparte «para no tener que soportar ese horroroso cubismo» en su establecimiento.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Georges se refugió con su hijo Daniel y sus nietos, Alec y Guy, en Estados Unidos. Familias judías lo acusaron de colaborar en el expolio. «Fue un mal padre, así que fui un mal hijo», confesó en sus memorias Daniel, que visitaba la tumba de su progenitor una vez al año y profería un torrente de insultos. Daniel fue iniciado en el mundo del arte desde niño. A los 17 ya era jefe de ventas. «Cuando tome las riendas del imperio, en 1963, Daniel transformará las galerías Wildenstein en una multinacional del arte. Sabrá aprovecharse del nuevo interés del mundo de las finanzas por la pintura», relata Magali Serre.
Daniel mantendrá una despótica relación con sus hijos. Vivían bajo el mismo techo, pero nunca creyó que pudieran hacerse cargo del negocio. Cuando Alec cumplió 15 años, lo llevó al famoso prostíbulo de Madame Claude. «Es una buena amiga mía», le dijo. No lo deja ir a la universidad y lo mete de aprendiz en la tienda, pero a Alec solo le interesan los caballos. Tiene mal perder e insulta a entrenadores y jockeys. En cuanto a Guy, Daniel lo considera un pusilánime. Pero juega al polo con el príncipe Carlos, lo que le proporciona excelentes contactos.
El carácter de Daniel, que ya era introvertido hasta el punto de tartamudear en público, empeora con el divorcio de su primera esposa, Martine Kapferer, hija de una acaudalada familia judía francesa. La segunda, Sylvia, es muy diferente. Nació en Ucrania, aunque emigró a Israel. Le gusta contar que hizo el servicio militar y llegó a sargento. Su vida es una sucesión de fiestas y viajes. Un día, en las carreras de Ascot, lleva una pamela tan grande que no cabe por la puerta del coche y la reina de Inglaterra no puede evitar un gesto de sorpresa cuando la saluda.
Sylvia y Daniel vivirán más de 20 años de paz conyugal, con alguna pelea de enamorados, como cuando Daniel le regaló un broche con forma de loro para burlarse de su verborrea y ella lo tiró por la ventana. Cada domingo acuden al hipódromo. «Por un caballo estoy dispuesto a bajarme los pantalones. Igual que por un cuadro», decía el marchante, que llegó a tener 600 purasangres. Cuando uno se rompía una pata, no lo dudaba: «Al matadero». Sylvia se horrorizaba. Los caballos eran sus 'bebés'. Había renunciado a tener hijos porque el multimillonario ya era mayor y no quería formar una nueva familia. En los ochenta, Daniel hizo un regalo muy especial a su mujer: una cuadra. Regalo que a la postre desencadenaría la tragedia familiar.
Daniel morirá de cáncer en 2001, a los 84 años. Poco antes convoca a sus dos hijos a una reunión: «Os pido que os ocupéis de Sylvia. Quiero que siga viviendo sin preocupaciones». La exmodelo no alberga ninguna inquietud. Aprecia a sus hijastros, pasa tiempo con sus nietos... Daniel le entregará un fideicomiso con una lista de nueve cuadros de Bonnard registrados a su nombre para que los venda en caso de problemas financieros. Ha anotado a lápiz el precio de cada uno «para que no te engañen». Cada obra ronda el millón de euros.
Su agonía se prolongó nueve días. La familia acude a su cabecera. Y también abogados y asesores fiscales. Cae en coma y Guy y Alec venden 69 caballos de carreras de su padre cuatro días antes de su muerte, con la firma de Daniel, que es incapaz de sostener un bolígrafo. Tres semanas después del funeral, Alec y Guy citan a su madrastra en la sede parisina de la dinastía. «Mis dos hijastros me dijeron que mi marido había muerto arruinado y yo los creí. Me dijeron también que tenía que renunciar a mi herencia, pues de lo contrario podría tener grandes problemas con el fisco. Así que firmé todos los papeles que presentaron. Firmé, firmé, firmé...», contaría.
Toda la fortuna de su marido pasa a manos de Alec y Guy, que acuerdan pagar una renta vitalicia a la viuda de 30.000 euros al mes. Pero una mañana Sylvia se entera de que sus caballos ya no están a su nombre. Ahora pertenecen a una de las empresas del imperio Wildenstein registrada en Irlanda. «¡Mis caballos, mis bebés! –clama–. Eso no se hace. ¡Eso sí que no!». Decide ir a la guerra contra sus hijastros. La batalla judicial tendrá consecuencias desastrosas para todos. Contrata a una abogada, Claude Dumont-Beghi, porque es escorpio, como ella. La letrada descubre que su cliente ha sido expoliada y va por lo penal, abriendo la puerta a los inspectores de Hacienda. Sylvia empeñará sus joyas para sufragar diez años de litigios. Muere en 2008 y deja en su testamento que la causa siga adelante después de su muerte. Dumont-Beghi publicó un libro donde afirma que los Wildenstein «exportaban sus telas en avión privado a Ginebra o Zúrich, e incluso las repintaban para disimular la obra y la autoría».
Las cosas ya se habían complicado con otro enredo judicial, el del divorcio entre Alec Wildenstein y su esposa, Jocelyn. A pesar de que ella somete su rostro a una extensa cirugía plástica, el matrimonio se rompe un 1997, cuando Jocelyn sorprende a Alec con una chica rusa de 19 años en la cama, llamada Liouba, con la que se terminará casando. El millonario amenaza a Jocelyn con una pistola y termina la noche en comisaría. Fue el divorcio más caro de la historia (2500 millones de dólares) hasta la separación de Jeff Bezos, el dueño de Amazon, y Mackenzie Scott. El abogado de Alec alegó que su cliente trabajaba gratis para su padre y carecía de fondos, pero no coló.
La traca final la protagoniza Guy, que en 2005 entró en el círculo de donantes de Nicolas Sarzkozy, por entonces candidato a la Presidencia. Guy recauda fondos con cenas en las que se codea con banqueros e inversores... Sarkozy le concederá la Legión de Honor en 2009 por los servicios prestados. Pero los inspectores de Hacienda descubren que la mayoría de su patrimonio está en sociedades opacas en Bahamas y Guernsey. Le exigen una regularización fiscal de 550 millones en 2011 relacionada con los derechos de sucesión de la herencia de su padre. Y le abren otro proceso en 2016 por fraude fiscal, blanqueo de dinero y pertenencia a banda organizada. Sus abogados recurren y en 2018 gana en los tribunales. El juez reconoce que la sentencia «va en contra del sentido común», pero no puede condenarlo porque lo que hacía la familia Wildenstein no estaba prohibido hasta que se creó una ley ex profeso.
Los Wildenstein se han servido de fideicomisos desde los tiempos del bisabuelo Nathan. Pero el pasado 6 de enero la Corte de Casación de París reabrió el caso contra Guy, su sobrino Alec Jr. y su cuñada Liouba. El abogado, Hervé Témime, famoso por defender también a Roman Polanski y Bernard Tapie, declaró que el nuevo juicio le da la oportunidad de «obtener un nuevo veredicto de inocencia» para su cliente. Pero la prensa gala se hizo eco de que muchos millonarios ven con expectación e inquietud este nuevo juicio, porque la práctica del fideicomiso está muy extendida, como se ha visto ahora con los papeles de Pandora. Fascinados y horrorizados a un tiempo, los franceses se preguntan si están asistiendo al crepúsculo de una dinastía. Y hay quien recuerda una frase lapidaria de Sylvia Wildenstein: «Sin dinero no hay felicidad; demasiado dinero, demasiada infelicidad».