«Nos bastaba mirarnos y sabernos»
Secciones
Servicios
Destacamos
«Nos bastaba mirarnos y sabernos»
Viernes, 03 de Enero 2025, 09:15h
Tiempo de lectura: 8 min
Se conocieron en el Campo Grande, el parque de Valladolid. Ahí empezó todo. «En el segundo banco de la derecha de la placita, entrando por la casa de los guardas, nos hicimos novios la mañana del 6 de septiembre de 1939», contó Miguel Delibes muchos años después. Ángeles de Castro tenía 17 años y Miguel Delibes, 19. Ella era pizpireta, simpática, coqueta, alegre. Gustaba a los chicos. Él era un muchacho serio que acababa de regresar de la Guerra Civil española, donde estuvo enrolado en un barco. Ella le gustó enseguida; logró espantar al resto de los pretendientes ('moscones' los llamaba él) y conquistarla.
El noviazgo se prolongó seis años, el tiempo que él tardó en estudiar y encontrar trabajo. Fue tenaz, igual que al ganarse el favor de la chica: estudió Comercio y Derecho, y colaboró como caricaturista en El Norte de Castilla, donde firmaba como MAX: 'M' de Miguel, 'A' de Ángeles y 'X' por la incertidumbre de su futuro juntos.
«Pasamos los seis años de noviazgo en el parque, mirándonos a los ojos porque no teníamos una peseta», contó Miguel. Se miraban y paseaban mientras él preparaba la oposición a la Cátedra de Derecho Mercantil. Ángeles le preguntaba los artículos del Código de Comercio y él los recitaba mientras caminaban juntos. Luego, ella marcaba con su barra de labios los artículos que ya habían repasado. Ese código, forrado de cretona roja de flores, con las marcas del pintalabios se puede ver en la exposición Ángeles, el equilibrio de Miguel Delibes, organizada por la Fundación Miguel Delibes. «No es una exposición de unos hijos a su madre. En realidad es un homenaje póstumo de Miguel Delibes a su mujer», explica Germán Delibes, uno de los hijos de la pareja.
La muestra conmemora los cincuenta años de la muerte de Ángeles, cuenta su historia de amor con Delibes, y explica cómo dos personas muy diferentes se complementaron y formaron un equipo cuyo fruto ha enriquecido la literatura española del siglo XX. Con Ángeles a su lado, Delibes escribió La sombra del ciprés es alargada, El camino, La hoja roja, Las ratas o Cinco horas con Mario. Ángeles fue crucial en la vida y la obra del escritor. «Fue para él un alimento anímico fundamental», dice su hijo Germán. Ella le contagió el amor por la literatura, era su primera lectora y correctora, y se ocupó de que él disfrutara de las condiciones propicias para escribir. Y, además, le inspiró todo un libro, Mujer de rojo sobre fondo gris, donde Miguel Delibes agradecía, aplaudía y lloraba a Ángeles.
Estuvieron juntos 34 años, 28 de ellos casados, hasta que ella murió. Fueron felices siendo tan distintos en tantas cosas. Él era el tercero de ocho hermanos y, aunque el padre tenía una buena posición –era el director de la Escuela de Comercio de Valladolid–, en su casa reinaba la austeridad. Ella era de origen más humilde: sus abuelos habían sido labriegos de Castrojeriz, en Burgos; la familia se había trasladado a Valladolid, donde Jesús de Castro –el padre de Ángeles– era panadero. Cuando ella nació (en 1922), su madre se puso enferma, así que enviaron a la niña con dos hermanos solteros de la madre, los tíos Elisa y Hermenegildo de Castro. Y allí se quedó Ángeles hasta que se casó. Era una situación extraña, los padres de Ángeles vivían en otra casa con sus hermanos, que iban a un colegio distinto al de Ángeles. Pero eso a ella no solo no la traumatizó, sino que siempre proclamó lo feliz que fue su infancia: «Se sintió muy querida, muy mimada por sus tíos», cuenta su hija Elisa. Y mantuvo una excelente relación con sus padres y hermanos.
Siempre veía Ángeles la cara buena de la vida. Tenía un carácter alegre, era optimista por naturaleza. También era muy lanzada. «Se ponía el mundo por montera. Tenía una capacidad de socialización grandísima. Y la gracia precisamente es que lo hacía con mucha naturalidad y espontaneidad», cuenta su hijo Germán.
En los viajes al extranjero, cuando Miguel ya era un escritor conocido, era ella la que hablaba con todo el mundo: se manejaba muy bien en francés –lo había estudiado en el colegio–, y de adulta se apuntó a clases de inglés. Cree Germán Delibes que sin ella su padre no habría viajado tanto. El escritor era tímido, introvertido, tristón, con una querencia al pesimismo, preocupado por la muerte desde niño. «Tenía facilidad para ver más bien los sinsabores de la vida. Pero también tenía un sentido del humor extraordinario y era un contador de historias estupendo. Mi padre, metido en ambiente, era un hombre muy divertido», desvela Germán Delibes.
Pero la batuta social la llevaba ella. Y animaba los congresos. «Aquellos profesores agarrotados terminaron colgando las americanas del respaldo de las sillas y sus esposas batiendo las palmas con calor. En la Universidad de Yale aún llegó más lejos. Tocó las castañuelas, como en París, y aquello adquirió una temperatura altísima», escribió Delibes en Mujer de rojo sobre fondo gris.
Ángeles afianzaba su confianza y aplacaba sus temores: a volar, a hablar en público… antes de comenzar sus discursos la buscaba con la mirada en los auditorios porque solo comprobar que ella estaba allí le tranquilizaba. Ángeles sabía llevarlo: «Se reía de sus obsesiones, se burlaba de sus miedos, banalizaba sus ansiedades», explicó su buena amiga Esther Tusquets.
Ángeles lo secundaba también. Cuando se casaron, en 1946, lo hicieron de una manera poco convencional: los dos vistieron de calle, ni siquiera Miguel estrenó camisa. «Lo del chaqué le parecía un convencionalismo absurdo. Se negó a ponérselo y, si el novio no iba de chaqué, la novia tampoco iba de blanco, así que se casaron así», cuenta su hija Elisa.
Sí se hicieron regalos, pero tampoco fueron los habituales: él regaló una bicicleta, una Velox amarilla; ella, una máquina de escribir. ¿Una premonición? Puede. Porque también fue ella la que alentó sus lecturas. «A mí me enseñó a leer bien y lo debido mi mujer», confesó el escritor. Durante el noviazgo se regalaban libros de bolsillo, títulos de grandes autores. Esos libritos baratos los fueron encuadernando en cuero para construir su biblioteca familiar. Y se los dedicaban: «A mi periodista. Angelines (1 de enero de 1943)»; «a la mujer que más influyó en la vida de un hombre con el cariño sin límites de su marido. Miguel (25 de mayo de 1946)». Esas dedicatorias se conservan. Sin embargo, las cartas del noviazgo (y había muchas) no han aparecido porque las destruyeron ellos para preservar su intimidad.
Tras casarse, él se enroló en el pluriempleo, como tantos otros padres de familia de su generación. «Era un gran trabajador. Lo normal era encontrarlo toda la mañana en el despacho escribiendo; irse a la una a dar clase a la Escuela de Comercio. Después de comer, leía un poquito y se iba al periódico (fue director de El Norte de Castilla)», recuerda Germán Delibes. Pero encontraron tiempo para ser novios siendo matrimonio y padres de siete hijos. Todos los días, sobre las siete u ocho de la tarde, Ángeles salía de casa para ir a buscar a Miguel al trabajo y dar un paseo, tomar un vino, ir al teatro o al cine juntos. «Lo pudo hacer gracias a que la tía Elisa venía a nuestra casa a cuidarnos a nosotros», explica Germán Delibes.
Tuvieron una vida muy activa, incluso vivieron cuatro meses en Estados Unidos (sin los siete hijos) cuando él fue profesor visitante en Maryland. Ella lo acompañaba y se ocupaba de todo. Organizaba las entrevistas, elegía sus atuendos, proponía correcciones a sus textos, cosa que a él a veces le irritaba, pero a menudo acababa haciéndole caso.
Pero su contribución fue mayor: su mera existencia iluminaba la vida de Miguel Delibes. El escritor ha reconocido que ella «era mi equilibrio», «el eje de mi vida y el estímulo de mi obra […], el punto de referencia de mis pensamientos y actividades...», son extractos de su discurso de ingreso en la Real Academia Española, pronunciado apenas seis meses después de la muerte de Ángeles, que falleció en noviembre de 1974, a los 52 años, víctima de un tumor cerebral, y sin perder la alegría, preocupada por sus hijos y por Miguel: «No lo dejéis solo», pidió a sus hijos.
Delibes convirtió en emocionante literatura los días de la enfermedad de su mujer y su disimulado dolor: «Nos bastaba mirarnos y sabernos. Nada importaban los silencios, el tedio de las primeras horas de la tarde. Estábamos juntos y era suficiente. Cuando ella se fue, todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida, eran sencillamente la felicidad». «Imagino tu inmenso desconsuelo, esa tarea casi imposible de ponerte a esperarla en el futuro en vez de llevarla al lado», le escribió su amigo Julián Marías en uno de los muchos mensajes de pesar que llegaron a casa de los Delibes cuando Ángeles murió.
Sin ella, Miguel Delibes se quedó roto y yermo. Creyó que no podría volver a escribir. «Yo escribía para ella», confesó. El bache fue terrible. Tardó cuatro años en publicar, animado quizá por la ilusión de la Transición, El disputado voto del señor Cayo, en 1978.
Delibes no se volvió a casar. «Pretendientes no le faltaron, pero después de mi madre no era fácil», dice su hija Elisa. Y hasta que murió –en 2010, 36 años después que Ángeles– visitó todos los 6 de septiembre el banco del parque Campo Grande donde se hicieron novios.