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Juan Hormaechea no fue solamente el presidente del Gobierno de Cantabria en las dos etapas que estuvo al frente de la institución autonómica: entre 1987 y 1990, cuando fue destronado a través de una moción de censura y, después, tras recuperar al poder ... en la siguiente legislatura (1991-1995). Él mismo era el Gobierno de Cantabria. El consejero de Obras Públicas cuando había que planificar una carretera, el de Ganadería cuando se empeñó en mejorar la genética de la cabaña bovina o el de Cultura cuando cogió los planos del Palacio de Festivales y los rehizo para dibujar un nuevo edificio acorde a lo que creía que Santander merecía. Su carácter personalista, su temperamento imposible y su extraordinaria visión de futuro marcaron sus siete años de gestión, los más convulsos de la historia democrática de la región. También aquellos en los que se pusieron las bases de la Cantabria actual.
Si hay un hito que marcó su paso por la Presidencia del Gobierno, ese es el Parque de la Naturaleza de Cabárceno. Contra la opinión de los partidos de la oposición que después lo han aplaudido -el propio Revilla reconoció recientemente que fue un error oponerse entonces a la iniciativa, que está celebrando su 30 aniversario- y de muchos de los suyos, la mente de Hormaechea fue la que ideó el proyecto, sus manos las que hicieron el dibujo del recinto y su rúbrica la que servía para despedir al ingeniero de turno que se apartaba un milímetro de las órdenes del presidente.
Nunca esa expresión de 'jefe del Ejecutivo' le encajó tan bien a ningún presidente como a Hormaechea. Hacer por encima de todos y de todo. Por encima incluso de los procedimientos reglados de la administración regional, por lo que fue condenado e inhabilitado. «Nunca he conocido a nadie que entendiera tan bien las necesidades de la población, ni con una capacidad tan grande para llevarlas a cabo. El problema que tenía era su forma de hacer las cosas», resume un integrante de su primer gabinete.
Aquella primera etapa, antes de que toda la oposición se reuniera en torno al socialista Jaime Blanco -también fallecido recientemente- para la moción de censura que le apartó de la presidencia durante siete meses, fue la del Hormaechea «ejecutor» incansable. En poco más de tres años dio la vuelta a la región como si fuera un calcetín. «Cuando se obsesionaba con algo...», comenta otro de sus hombres cercanos. Y se obsesionó, entre otras cosas, por modernizar la red viaria. Millones de pesetas en ensanchar carreteras. Igual que ocurrió con Cabárceno -eso dice el mito sobre el nacimiento del parque-, desde el cielo, aprovechando los vuelos en el helicóptero del Gobierno regional, trazaba las líneas sobre las que después echaría el asfalto. Sin planos. Los del Palacio de Festivales, cuya primera piedra había puesto su antecesor, directamente los tiró a la basura y los sustituyó por su idea de lo que tenía que ser el gran centro de la cultura de Santander. Un edificio a la altura del emblemático Teatro Pereda que tanto veneraba y cuya desaparición le seguía doliendo.
Hormaechea, que recuperó Bárcena Mayor y la convirtió en referente turístico, fue un presidente que huía de los papeles oficiales. Su impulso personal y transformador pesó más que su formación jurídica y el respeto escrupuloso de las formas. Pocas explicaciones públicas y una relación tormentosa con el Parlamento y la oposición, con el PSOE a la cabeza, que desde el principio mordió su cuello y se negó a soltar hasta su final político, tribunales mediante.
«Consideraba que ir al Parlamento era una pérdida de tiempo. Si tenía que acudir a dar explicaciones no podía avanzar con lo que tenía en la cabeza», interpreta otro colaborador. Como alcalde de Santander había tenido un poder absoluto y una capacidad total sobre las decisiones que afectaban a la ciudad. Como presidente, tenía que responder ante los diputados, someterse a la fiscalización de sus acciones y ceder el control de las políticas a los consejeros. A todo ello se negaba y las desautorizaciones a sus subordinados eran constantes: «Pese a su gran formación y capacidad intelectual, tenía una falta de conocimiento de la administración regional. De cómo había que hacer las cosas. No entendía por qué había tanta burocracia».
Mejor o peor, se adaptó. Su olfato político le permitió dejar de ser sólo un fenómeno electoral propio de la capital y calar en toda Cantabria. Una o dos veces por semana planificaba la visita a un municipio que se convertía en acontecimiento. «Aterrizaba en un prado de un pueblo del Nansa en el que nunca habían visto a un helicóptero y allí iban todos los vecinos», rememora un acompañante habitual. Con la comitiva recorría las calles, se acercaba a acariciar a un caballo y después se ganaba al alcalde con promesas que casi siempre cumplía. Y cumplía tan rápido que al regidor se le olvidaba el desplante de Hormaechea, que se negaba a quedarse a comer en una época en la que cualquier acto político tenía que acabar con copa y puro. Lo que para la oposición de Santander era un despilfarro la compra por «un millón de dólares» -en realidad fue menos, pero el propio presidente se apropió de ese eslogan- del semental 'Sultán' para potenciar la cabaña ganadera, en los pueblos fue otro motivo más para aplaudir al presidente. «Si el helicóptero está en el cielo y hay algún imprevisto, va a llegar más rápido que si está en tierra», respondía el presidente a la oposición cuando le echaban en cara que había convertido el aparato, adquirido inicialmente para labores de Protección Civil, en el medio de transporte oficial.
Los funcionarios que trabajaron cerca de Hormaechea recuerdan su brillantez y sus enfados. Con ellos y con los periodistas, con los que tuvo sonados desencuentros. Tantos como con la oposición. Incluso con sus compañeros de lista. En 1987 llegó a la presidencia del Gobierno como independiente en las siglas de Alianza Popular. 'Independiente', literalmente, porque Fraga viajó a Santander para tratar de convencerle sin éxito de que se afiliara y ocupara un cargo significativo en la directiva nacional. Su incontinencia verbal provocó que trascendiera a la opinión pública los insultos que el presidente cántabro profirió contra los líderes nacionales del partido que le daba apoyo. Contra José María Aznar o Isabel Tocino. La respuesta fue la retirada de ese apoyo y la creación de un frente común con el PSOE y el resto de grupos para que la moción de censura prosperada.
Hormaechea concurrió a las elecciones de 1991 con su propia marca, la de la Unión para el Progreso de Cantabria (UPCA). Fue segunda fuerza por detrás de los socialistas, pero supuso todo un logro porque no sólo rompió el bipartidismo, sino que se llevó la mayor parte del pastel del electorado conservador. Para evitar un segundo Gobierno de Jaime Blanco y condicionados por las directrices de Madrid, los populares que ayudaron a su expulsión del Gobierno menos de un año atrás le volvieron a aupar.
Su proceso judicial enturbió aún más la arena política cántabra y Hormaechea apartó su faceta gestora para centrarse en su proceso y hacer frente a sus rivales. Se defendió atacando. En esos cuatro años, PSOE, PP y PRC promovieron hasta seis mociones de censura más que no lograron salir adelante por la incapacidad de acordar un candidato alternativo.
Fue el tiempo en el que se oyó con más fuerza la palabra 'transfuguismo', cuando la UPCA dejó sólo con dos diputados -Revilla y Rafael de la Sierra- al regionalismo e intentó robarle sus esencias. «Tenía una gran visión de futuro y sabía que el PRC podía convertirse en lo que se ha convertido. Por eso intentó destruirlo. Aunque eran otros los que llevaban la fuerza de la oposición, sobre todo los socialistas, su gran enemigo fue Revilla», subraya una de las personas que entonces rodeaba a Hormaechea. Ya condenado, acabó la legislatura y volvió a presentar candidatura. La Justicia le apartó de la carrera sólo unos días antes de que se abrieran las urnas.
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l. mena | archivo dm
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