Cuando la despedida es doble
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La dureza de decir adiós a los padres con tan sólo 4 días de diferencia por culpa del Covid-19El coronavirus se ha cebado especialmente en algunas familias. Es el caso, por ejemplo, de la de Elena y sus hermanos. Sus padres fallecieron con una diferencia de tan sólo cuatro días. Emilio Mantilla, que tenía 101 años, el 18 de abril, y su ... mujer María Nieves, de 92, el 22. Un mazazo difícil de encajar, más si cabe por producirse en pleno estado de alarma –sobre todo en aquellas fechas– en el que resultaba imposible y desaconsejado acudir a los hospitales para acompañar a los seres queridos. Es un dolor multiplicado difícil de aceptar por la distancia. Una herida de lenta cicatrización que sólo el tiempo podrá paliar. Nunca se está preparado para aceptar y comprender la marcha, más aún en una sociedad que históricamente ha sido educada de espaldas a la muerte.
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Emilio Mantilla Gutiérrez (101 años) | María Nieves Sainz Landeras (92 años)
La voz de Elena se escucha tranquila al otro lado del teléfono. Apenas se le entrecorta. Sólo cuando se reprocha el no haber estado más cerca de sus padres en sus últimos momentos, tiene que hacer una pausa antes de continuar con el relato. No pudo hacerlo por las estrictas medidas que impuso a todos, sin excepción, el confinamiento determinado por el estado de alarma. No tiene motivos para tamaña responsabilidad. «Lo sé. Todos me lo dicen, también mi marido, pero no puedo remediarlo», admite.
El suyo ha sido un drama. Quizás el mayor de esta serie de reportajes que hoy registra la octava entrega. Con tan solo cuatro días de diferencia, el coronavirus le arrebató a sus padres. Emilio Mantilla Gutiérrez –su padre– nació hace 101 años en la localidad de Bustamante, en el municipio de Campoo de Yuso, junto al embalse del Ebro. Toda su vida trabajó en la fábrica de la Naval. De hecho fue uno de los primeros obreros que entró cuando se inauguró, lo que le sirvió para ser homenajeado en el centenario de la factoría en 2018, que registró la visita del rey Felipe VI.
Emilio se casó con María Nieves Sainz Landeras, natural de Hoyos, una localidad del municipio de Valdeolea. Juntos se instalaron en Cañeda, donde siempre residieron. Allí criaron a sus dos hijos y sus dos hijas. Como los de su generación, les tocó trabajar duro. La pasión de Emilio fue montar en bicicleta. Algo a lo que se acostumbró bien pronto, ya que fue durante un tiempo su medio de locomoción para ir desde Bustamante, cerca de La Costana, hasta la fábrica en Reinosa.
Después comenzó a pedalear por placer. «Subía a Brañavieja o bajaba hasta Los Corrales. Siempre nos dijo que, en el momento en el que le quitamos la bicicleta, le fastidiamos. Pero claro, es que dio pedales hasta los 93 años», apostilla Elena.
También le gustaba caminar por el monte, muchas veces, cuando era la temporada, para ir a por setas. «Los domingos madrugaba muchísimo, cogía un poco de chocolate y unos frutos secos y se iba a la montaña. Alguna vez llegó hasta Bárcena Mayor desde Cañeda», cuenta su hija. «Nunca fue de bares, pero lo que nunca perdonaba era una copita de orujo por la mañana. Esa costumbre la tuvo toda la vida», añade. Otra de sus aficiones era la carpintería. «Tenía un bajo donde le gustaba hacer objetos de madera. Era un manitas con las albarcas, que hacía para que los nietos –tuvo siete– pudieran lucir bien guapos en el desfile del Día de Campoo en las fiestas de Reinosa», cuenta Elena con orgullo. Pero no es lo único que tallaba. «Aún guardo un par de matracas, esos artefactos de madera que al girar hacen ruido. También hacía mangos para los instrumentos de labranza o cachavas bien bonitas. Como vivió sesenta años jubilado, pues tuvo mucho tiempo libre», explica.
María Nieves, la mujer de Emilio, se dedicó a las labores propias de una ama de casa, a cuidar a los hijos y a atender al ganado cuando su marido estaba en la fábrica. «Le gustaba mucho coser y se le daba muy bien. Nos hacía la ropa, era muy habilidosa», afirma Elena. Con tanto ajetreo, apenas le quedó tiempo para ella. Cuando lo tuvo, le gustaba ver la tele y acudir al hogar del jubilado en Reinosa para echar con las amigas una partida a las cartas. «Mi madre era buena, más cariñosa que mi padre, que era más recto aunque también un buen padre. Pero siempre tuve más conexión con ella», subraya.
«Lo que mi padre no hizo con los hijos lo hizo después con los nietos. 'En vuestra época no había tiempo para más', se solía justificar con nosotros», dice. «Lo que nunca hizo fue quejarse. Era muy suyo. Los dolores y las preocupaciones se las guardaba para sí dentro de él para no preocuparnos», asegura.
Los últimos días de Emilio y María Nieves los pasaron en la residencia Lusanz Cantabria de Lantueno. «Apenas estuvieron tres meses viviendo allí, porque enseguida se pusieron malos y tuvieron que ingresar en el Hospital Tres Mares de Reinosa. Mi padre estuvo diez días y mi madre ocho. Entre la marcha de uno y otro sólo pasaron cuatro días», suspira con tristeza Elena.
Antonia Gutiérrez González (96 años)
Todos en Lantueno la llamaban Uca, aunque su nombre completo era Antonia Gutiérrez González. Allí nació hace 96 años, hija de Antonio y Consolación, la pequeña de seis hermanos. «Era muy mayor y la cabeza ya le fallaba, pero si no llega a ser por esto del coronavirus, hubiera durado unos cuantos años más», explica su hijo Eduardo.
«Le quedaba cuerda para rato. Tenía buena naturaleza, algo habitual en mi familia, donde casi todos han muerto con bastante edad. Mi abuela –la madre de Antonia– falleció con 97 años, uno más que ella», recalca. Uca dedicó prácticamente su vida a cuidar de sus dos hijos, atender las labores de la casa y trabajar con el ganado y las tierras. Su marido murió con 64 años, lo que prácticamente le obligó a jubilarse en la actividad ganadera.
Tras una trayectoria laboral extensa, por fin tuvo tiempo para ella, algo poco habitual entre las mujeres de su época. «Se relajó ya de mayor, cuando quitó el ganado. Le gustaba mucho hacer las tareas del hogar e incluso andar. Con noventa años comenzó a caminar. Nosotros le decíamos que no se esforzase tanto porque se cansaba mucho», explica. También se aficionó al fútbol, aunque aquí hubo un culpable. «Se hizo forofa de Raúl González Blanco, el mítico delantero del Real Madrid. Era increíble, sólo ponía los partidos en la tele cuando jugaba él», cuenta Eduardo. «También le gustaba ver las novelas, de esas que ponen después de comer», recalca. Aunque vivía sola, por las noches iba a dormir a casa de su hijo. «Era miedosa, por eso venía, pero por el día siempre estaba en su casa. Ella estaba encantada allí», comenta. «Fueron sus mejores años, hasta que hace unos tres empezó con la demencia. Eso sí, lo que nunca olvidó fue el día de su nacimiento. Era curioso, lo repetía muchas veces: el 15 de abril de 1924», relata.
Fue cuando ingresó en la residencia Lusanz Cantabria de Lantueno, pero de una forma curiosa. «Al ver que mi hermano y yo trabajábamos, fue ella la que decidió que quería estar allí cuando ya no se valiese por sí misma. Incluso un día se presentó en las instalaciones y la tuvimos que traer para casa hasta arreglar todos los papeles», recuerda su hijo. «Durante el tiempo que residió en el centro, siempre estuvo bien de salud hasta que empezó esta pandemia. Fueron quince días duros para ella. Aunque sin fiebre estuvo aislada. Murió en el Hospital Tres Mares de Reinosa», señala Eduardo.
«Lo peor de todo esto, del confinamiento, es pensar cómo lo habrá pasado ella sola», afirma. «Te quedas un poco perdido porque, al no haber velatorio ni entierro, no te haces a la idea. Es como si no la hubiésemos perdido del todo», lamenta.
«Cuando paso por delante de la residencia miro a uno y otro lado del jardín, como si siguiera allí y fuera a aparecer en cualquier momento», subraya. «Como madre, qué voy a decir de ella: fue ejemplar. Y por sus nietos, aunque a última hora mezclase sus nombres, sentía adoración», concluye su hijo.
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